
Logroño ha sido elegida en varias ocasiones como una de las mejores ciudades donde sus habitantes viven más felices. Se trata de una capital que destaca por lo bien que se come y se bebe, según la Guía Repsol. Descubrirla es muy fácil, ya que se trata de una ciudad pequeña y que se puede recorrer caminando, desde la ribera del Ebro a las calles peatonales que cruzan los peregrinos.
Entre los puntos que es imprescindible visitar se encuentra el Ayuntamiento, proyectado por Rafael Moneo y revestido con rubia piedra arenisca de Salamanca. A tan solo 300 metros se encuentra el palacete de Los Chapiles, del siglo XVI, y que fue sede del consistorio hasta 1980. Es el comienzo de la calle Portales, la principal arteria peatonal del casco antiguo, y que desemboca en la concatedral de Santa María la Redonda, que no es redonda. Se trataba de la forma que tenía la iglesia románica sobre la que se construyó, en el siglo XVI.
Atravesamos en diagonal la plaza del Mercado para salir, por la calle Carnicerías, a la de Sagasta, en cuyo número 8 se encuentra una reliquia del viejo Logroño, Botas Rioja, uno de los últimos talleres de España que aún fabrica estos pellejos para beber. Félix Barbero, botero de cuarta generación, hace botas de piel de cabra, de pelo, de serraje (ternera), lisas o con escudos, con pez o con tripa de látex, que son las que él recomienda porque no dan sabor al vino ni se estropean por falta de uso.

En la calle San Agustín, perpendicular a la del mercado, se encuentra el palacio de Espartero, del siglo XVIII, sede del Museo de La Rioja. Un poco más arriba se pueden encontrar los últimos restos de la muralla de Logroño.
Por la zona también se encuentra el parque del Espolón, el corazón verde de la ciudad desde inicio del siglo XIX. En el mismo se encuentra la estatua de Espartero, que estaba casada con una logroñesa, y su famoso caballo.
Una vez descansados, abandonamos el parque para proseguir nuestro paseo por la calle Muro del Carmen, bordeando el Instituto Sagasta. Construido en los últimos años del siglo XIX, fue una de las muchas cosas que hizo por su tierra el liberal riojano Práxedes Mateo Sagasta, siete veces presidente del Consejo de Ministros entre 1870 y 1902. La reina María Cristina, que le apreciaba mucho, dicen que siempre le preguntaba al entrar en palacio: "¿Qué es lo que necesita Logroño?".
No se puede ir a Logroño y no ir a la senda de los elefantes. Así llaman a la calle del Laurel, repleta de bares y famosa zona de copas. Hay otra calle de vinos y pinchos muy apetecible, la de San Juan, pero la del Laurel, que abarca la travesía y la calle del mismo nombre y la paralela de San Agustín, es la meca del picoteo, el kilómetro cero de la diversión. En ella se concentran 58 bares, nada menos, cada cual con su pincho estrella: champis, migas, embuchados, matrimonios, zapatillas de jamón, orejas, morros, bravas, rotos...
Por último, La Rioja es lo que es por sus bodegas. Desde las más modernas, como la de Darien, que merece la pena desde su edificio una arquitectura resplandeciente de Jesús Marino Pascual, cuyos volúmenes blancos evocan las piedras angulosas, aún no erosionadas por los meteoros, que emergen en los ribazos de los viñedos.
También muy modernas, las Bodegas Campoviejo se hallan en lo alto de una colina con grandes vistas, al noroeste de la ciudad, mimetizadas y soterradas bajo el viñedo. Que estén bajo tierra es bueno parar el paisaje y también para la producción, porque la uva y el vino se mueven por gravedad y allá abajo hay una temperatura y una humedad óptimas. Las Bodegas Franco-Españolas son las más tradicionales. Y céntricas. Hasta aquí llegamos cruzando el Ebro a pie por el decimonónico puente de Hierro.
Para variar, volvemos paseando por el milenario (y mil veces reconstruido) puente de Piedra y subimos por la calle Ruavieja, sin duda el rincón más evocador del viejo Logroño, con sus monumentales calados, que es como llaman en La Rioja a las bodegas caseras. Y decimos caseras porque están debajo de las casas, no porque sean pequeñas. El calado de San Gregorio, en el número 29, es como una estación de metro, con una longitud de 30 metros y bóveda de cañón, todo de piedra de sillería. Data del siglo XVI. También son impactantes el calado del antiguo palacio de los Yanguas, hoy Centro de la Cultura del Rioja, en la esquina con Mercaderes, y las ruinas del Espacio Lagares. De junio a septiembre hay visitas narradas por actores. Tal concentración y grandiosidad de infraestructuras vitivinícolas habla de la importancia que daban al vino los antiguos riojanos. Tanta, que una ordenanza municipal de 1583 prohibía el paso de carruajes herrados por la Ruavieja, no porque aquellos terremotos rodantes molestasen a los vecinos, sino porque perturbaban el descanso de los vinos que reposaban en los calados.
Los que pasaban y siguen pasando en grandes grupos son los peregrinos, porque esta calle forma parte del Camino de Santiago. Cruzan el Ebro por el puente de Piedra, suben por Ruavieja y, después de hacer un alto en la fuente del Peregrino y en la iglesia de Santiago, continúan por la calle Barriocepo en busca de la puerta del Camino, que antes los devolvía al campo y ahora a la ciudad moderna.