España

Análisis: Sabino Fernández, el báculo del Rey

Sabino Fernández Campos, un personaje de excepcional densidad intelectual y política hasta su muerte a los 91 años, fue sin duda alguna uno de los actores decisivos de la Transición y el responsable más eficaz de la consolidación de los equilibrios institucionales que, con la Monarquía en el vértice, se estructuraron en la Constitución de 1978 y en el desarrollo consuetudinario posterior de la normalidad democrática.

Sabino, militar de profesión, fue secretario técnico de seis sucesivos ministros del Ejército y a partir de 1975, ya con el rango de general, desempeñó cargos civiles -subsecretario de la Presidencia con Osorio y subsecretario de Información y Turismo con Reguera Guajardo- hasta que llegó a la Zarzuela en 1977, llamado directamente por el Rey para ocupar la secretaría general de Zarzuela, con el ya anciano Nicolás Cotoner, marqués de Mondéjar, en la jefatura de la Casa.

Evolución de la Corona

Desde este cargo, fue decisivo su papel junto al Rey en la compleja y difícil evolución de la Corona desde su designación automática a la muerte del dictador hasta su instalación en el régimen constitucional. Sabino negoció discretamente con los constituyentes el Título II, "De la Corona", de la Carta Magna, en el que se compendiaba la monarquía moderna, "símbolo de la unidad y permanencia" del Estado, "inviolable y no sujeta a responsabilidad", pero sin poderes reales.

Sabino fue puente entre la jefatura del Estado y la milicia, y supo graduar con inteligencia la evolución entre el mando real sobre el Ejército que ostentaba el Rey en la legalidad franquista y la "jefatura de las Fuerzas Armadas" simbólica que desempeñaría en el régimen constitucional, y que tan útil resultó en la desactivación del 23-F.

Y aquel día de 1981, Sabino desempeñó un papel esencial, junto al Rey, en la desmovilización de los rebeldes, en la detección de la traición de Alfonso Armada y en el salvamento del régimen. Sabino tuvo siempre muy presentes las consecuencias trágicas para la monarquía y para España del mal paso de Alfonso XIII al arrojarse en brazos del general Primo de Rivera (también el Rey había vivido de cerca el derrocamiento de su cuñado el Rey de Grecia tras un experimento autoritario).

Pero junto a esta tarea de acompañamiento y consejo, el trabajo más importante que desarrolló Sabino fue la instauración de un estilo regio en Zarzuela, el establecimiento de unos usos y costumbres que fueron generando la escenografía de la institución monárquica, que no tenía precedentes válidos y que hubo que improvisar.

Autoridad frente al Rey

Sabino, en fin, cargado de autoridad a los ojos del propio Rey por su lealtad a toda prueba y la firmeza de sus convicciones, fue, en cierto modo, el guardián de la ortodoxia de un Rey joven a quien no debían permitirle errores quienes lo servían más fielmente. El propio secretario general de la Casa, que en 1990 sustituyó a Mondéjar hasta 1993, reconoció que él era con frecuencia "un Pepito Grillo al que en ocasiones el Rey tiene ganas de tirarle un mazo a la cabeza".

Aquella supervisión estrecha, que avisaba de las desviaciones y sugería caminos alternativos, contribuyó sin duda al enraizamiento de la institución en un país sin tradición monárquica.

Aquella colaboración terminó en 1993 de forma un tanto traumática y sorprendente. Aquel final fue atribuido, probablemente con razón, a la irrupción de nuevos personajes y que resultaron incompatibles con la exigencia moral de Sabino. Pero, por fortuna, las pautas y la tradición marcadas por aquel hombre ilustre fueron rieles eficaces para que la Corona sortease las procelas, que no acabaron bien.

De cualquier modo, Sabino había infundido también en el Príncipe de Asturias los mismos valores y principios que pautaron la maduración regia. La huella discreta del ilustre servidor del Rey se aprecia también en la ejecutoria del Heredero, que hasta el momento combina perfectamente la modernización de la institución que encarna con una plausible ejecutoria volcada en los designios reformistas y en el progreso de los grandes principios que sostienen la monarquía parlamentaria.

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