
La quinta generación de los Rockefeller le ha dado un tirón de orejas a ExxonMobil -una de las compañías nacidas de las costillas de la Standard Oil-, porque, con el petróleo por las nubes, consigue demasiado dinero pero no lo invierte en las energías del futuro. La tercera generación de los Huber nunca haría algo así. "El barril a 140 dólares es una auténtica bendición para nosotros", explica Bill, hijo de Hebert y nieto de William.
A las 9 de la mañana ya está trabajando en el más antiguo de los pozos de petróleo de la familia. Controla 183 pozos, diseminados por los tupidos bosques de Pensilvania, a 15 kilómetros del primer yacimiento de hidrocarburos de la historia, descubierto en Titusville por el coronel Edwin Drake en 1859. A esta zona la llaman Oil Creek, el torrente de petróleo, adoptando el nombre del riachuelo que la atraviesa. O más pomposamente, el Valle que cambió el mundo. Lo cual, por otra parte, es realmente cierto. La chispa que encendió la motorización masiva, el crecimiento económico del siglo XIX y el gigantesco engranaje de la globalización surgió aquí.
Bill Huber es un petrolero, pero no un Rockefeller. Vestido como un campesino más manchado que un mecánico, a sus 67 años sigue explotando los pozos construidos por su abuelo, a partir del año 1906. En lo alto de un bosque secular, hay una cabaña de planchas de madera. "¿Lo ve? -dice, satisfecho, Huber-, son todos pozos originales, construidos en la fundición de Oil City, a comienzos del siglo XIX".
Oil City, la ciudad del petróleo, todavía existe y se encuentra a 10 kilómetros de distancia. Esta ciudad está viviendo incluso un renacer económico en estos momentos en que el precio del barril anima a los cerca de 200 productores independientes, como Bill Huber, a invertir en sus pozos.
La sombra de lo que fue
Una ciudad, sin embargo, que sigue siendo la sombra de sí misma. "En los años 60, cuando yo era un niño -cuenta Mike Klapec, el propietario de un viejo taller mecánico, que acaba de comprar decenas de viejos pozos para explotar-, aquí había teatros, muchos restaurantes, un estadio de béisbol y una fábrica de sombreros". Y es que, en aquella época, Oil City albergaba el cuartel general de Penzoil y Quacker State, dos compañías que, en los años 70 -a causa del bajo precio del barril y las dificultades para extraer el petróleo de Pensilvania- se trasladaron a Texas, para después fusionarse y ser adquiridas por Shell.
Desde entonces, es Texas el icono de la era petrolífera americana, con los pumpingjacks, esa especie de jirafas mecánicas que se abrevan en los pozos y que surgen como setas en sus polvorientas llanuras. Pero, en los Apalaches, se ocultan las fuentes originarias de aquella antigua riqueza energética en medio de sus tupidos bosques.
Con ciertas reticencias, Huber cuenta que consigue vender a las refinerías 100 barriles de crudo al mes, que se los pagan a 4 dólares el barril, recogiéndoselos a domicilio. "A los precios actuales, es un buen negocio", subraya Huber que, en vez de estar pensando en edificarse una casa en Beverly Hills, acaba de arreglar el techo de la que tiene en Oleopolis Road.
Por estos lares, sin embargo, hubo tiempos peores. Basta pensar en Pithole. En el mes de enero de 1865 -seis años después del descubrimiento de Drake- se descubre petróleo al lado de una fábrica. En el mes de junio, nacía una ciudad que, en el mes de septiembre, acogía ya a 15.000 personas, con tiendas, bares y hoteles.
El siguiente mes de enero, los innumerables pozos excavados comienzan a declinar. Dos años después, Pithole es una ciudad fantasma. Hoy, no queda nada de ella. "El precio del crudo -comenta Barbara Zolli, directora del museo construido en torno al viejo pozo de Drake- había caído hasta los 10 céntimos el barril y muchos abandonaron el negocio".
Son las leyes del mercado. Henry Ford todavía no había inventado el Model T y la oferta de petróleo excedía a la demanda. Este mismo mercado fue el que hizo desesperar, y también gozar, a tres generaciones de Huber. "Hasta ahora -recuerda el petrolero- mi abuelo fue el que mejor se lo pasó. Pero, si las cosas siguen así, podría superarlo". Y sonríe contento y satisfecho.
No están tan satisfechos los demás americanos. En estos días, la obsesión por la gasolina a 4 dólares el galón (4 dólares por 3,78 litros, que sigue siendo la mitad del precio europeo) manda en los periódicos, en los telediarios y en las conversaciones de la gente. Es como si se hubiesen dado cuenta, sólo ahora, de que América, durante un siglo reina del petróleo mundial, importa el 64 por ciento de sus insaciables necesidades.
¿El futuro? Alaska
EEUU importará cada vez más, a no ser que invierta en nuevas tecnologías para recoger el que todavía le queda o se ponga a perforar en Alaska, que será lo más probable. "Se dice que aquí debajo hay todavía el 70 por ciento de las reservas originarias -dice Randy Seitz, director de la agencia para el desarrollo económico de Oil Creek-. Cuando el petróleo llegue a los 5 dólares el galón, compañías como ExxonMobil o Chevron volverá a invertir aquí. Es cuestión de tiempo".
ExxonMobil y Chevron son hijas de la fragmentación de Standard Oil. Y lo más llamativo es que el propio John D. Rockefeller dio aquí sus primeros pasos como empresario, en Oil City.
Con el barril a 140 dólares, el hijo de William, que hasta ayer trabajaba a tiempo parcial en una tienda, se prepara para dedicarse a tiempo completo a los negocios de la familia. La cuarta generación de los Huber está dispuesta a abrirse camino entre las fortunas y las miserias del mercado petrolífero. Y algo parece presagiar que será la generación más afortunada de la saga familiar.
Fuente: ilSole / elEconomista.