Hoy termina la reunión del BCE que inversores, Gobiernos, empresas e incluso otros bancos centrales (como el suizo y el danés) llevan meses anticipando. Las expectativas se encuentran demasiado altas como para que el presidente de la institución, Mario Draghi, se permita volver a decepcionar, como hizo dos veces antes de terminar 2014, resistiéndose a anunciar el primer programa de compra masiva de deuda pública de la historia del euro. Ni siquiera cabe esperar una negativa cerrada de Alemania al despliegue de la expansión cuantitativa (conocida en inglés como QE).
La canciller Merkel simplemente estuvo ayer en su papel al advertir al BCE que no "debe emitir señales que disuadan a los países de hacer reformas". Además, Draghi cuenta con una buena estrategia para esquivar los últimos recelos teutones. Las filtraciones apuntan a que pondrá sobre la mesa un billón de euros en compras, a razón de 50.000 millones por mes hasta 2016. Sobre una cantidad tan abultada existe margen para negociar recortes sin socavar el alcance del QE.
Es también inteligente la previsible decisión de comenzar las compras en marzo, con tiempo suficiente para analizar el resultado de las elecciones del domingo en Grecia. Más allá de plazos y cantidades, resulta claro que lo único inaceptable sería la inacción. No sólo multiplicaría los efectos de una victoria de Syriza (el Podemos griego) sino que sumiría aún más a la Unión Monetaria en el estancamiento económico. Además, Draghi no puede tolerar por más tiempo el incumplimiento de su obligación de situar el IPC cerca del 2% (ahora está en el 0,1 negativo). Las palabras acerca de hacer todo lo necesario para salvar al euro bastaron en 2012; ahora el BCE tiene que pasar a la acción.