Los apuros de la crisis han conducido a las comunidades autónomas a tomar atajos a la hora de poner solución a los problemas presupuestarios, que pasan por exigir más de sus contribuyentes. Las fórmulas para hacerlo son variadas. Un primera opción implica actuar sobre los impuestos comunes, como el IRPF, mediante la elevación de los tramos autonómicos. Regiones como Madrid han esquivado esta vía y, de hecho, han llevado a cabo reducciones. Otras, como Cataluña, la han exprimido a fondo, hasta el punto de que el gravamen máximo catalán del impuesto de la renta llega en esa región al 56%, sólo igualado en Europa por los países nórdicos.
Otro método para sacar más de los bolsillos de los ciudadanos, compatible con el anterior, consiste no en modificar los tributos ya existentes, sino en crear nuevos. Y esta opción ha seducido a todas las autonomías de régimen fiscal común (excluidas País Vasco y Navarra), de manera que hoy existen más de 70 impuestos autonómicos en vigor. Pero la abundancia tiene poco que ver con la eficiencia.
Nuevamente, Cataluña sirve de paradigma: pese a haber creado recientemente 30 nuevos tributos, la recaudación de la Generalitat por tasas propias cayó un 13,3% interanual hasta junio de 2014. La teoría económica lo demostró hace décadas, a través de hallazgos como la curva de Laffer: la táctica de acorralar fiscalmente no funciona. Lo que se gana mediante alza de tipos impositivos o creación de nuevos tributos se pierde por la caída de la base impositiva. Nada desincentiva más a un ciudadano o una empresa, a la hora de crear riqueza, que saber que la mayor parte de su esfuerzo será absorbida por los impuestos.