Entre el reinado de Felipe VI, que comienza hoy, y el de su padre, Don Juan Carlos, que ayer firmó la Ley de Abdicación, se producen ciertos paralelismos. El más inmediato es el comienzo marcado por la crisis económica y política. Sin embargo, las similitudes son más aparentes que reales.
No hay comparación posible entre la situación económica y política de un país que trataba de encontrar una salida pacífica de la dictadura, con una democracia moderna que afronta una crisis de crecimiento. La economía se ha liberalizado y el Estado de Bienestar se ha construido con el esfuerzo de unos ciudadanos, que exigen a la clase política explicaciones por la gestión de sus impuestos.
Por el contrario, sí es equiparable la necesidad, que tuvo Don Juan Carlos y que tendrá su sucesor, de ganarse a los españoles. Felipe VI accede al trono en un momento en que la institución monárquica se ha visto salpicada por distintos escándalos. La primera labor del Rey es restaurar la imagen de la Corona con su ejemplo y el de toda la familia real, de la que ya quedan excluidas las hermanas del Rey. Esto supone un alivio para la institución en caso de que el juez Castro impute a la infanta Cristina. Este desafío lleva aparejado dar la máxima transparencia a los presupuestos de la Casa Real, lo que implica una importante modernización.
En otros aspectos fundamentales, como la crisis económica o el conflicto con Cataluña, el Rey puede mediar, pero no gobierna. Felipe VI debe ser el impulsor de la regeneración de la vida política con lo que se ganará a los españoles y reforzará nuestro prestigio en el exterior. Más que Monarquía o República, los ciudadanos demandan instituciones eficaces que den estabilidad y continuidad al país.