La última reforma de la Seguridad Social, aprobada en diciembre, contribuirá a que el sistema de pensiones sea más sostenible, aunque la parcialidad con que afronta el problema conlleva el riesgo cierto de conducir a unas prestaciones insuficientes. Se promueven dos cambios. El primero es un nuevo índice anual de revalorización de las pensiones desligado del PC y con un tope máximo de incremento del 0,25 por ciento, que ha entrado en vigor este año y que ya ha mostrado en enero su eficacia para ahorrar gasto en pensiones.
Es lógico porque merma el poder adquisitivo al crecer por debajo de los precios y se aplica a todas las prestaciones del sistema. El segundo cambio, que tiene en cuenta para calcular la pensión inicial la esperanza de vida de la persona que se retira, se aplicará a partir de 2019 y sólo recaerá sobre las nuevas altas de jubilación. Más de 5 millones de prestaciones, como incapacidad, viudedad u orfandad, quedan fuera del recorte.
Esa cifra incluye también las máximas y las mínimas de jubilación por los límites que operan en su cómputo. Tantas excepciones hacen dudosa su eficacia para ahorrar a corto plazo. También es negativo que el peso del ajuste caiga sólo sobre las pensiones medias, lo que les restará suficiencia en el futuro e incidirá en su empobrecimiento. Sobre todo si el Gobierno no empieza a trabajar ya en la manera de repartir mejor el esfuerzo entre todos los pensionistas y en una fiscalidad que facilite el ahorro para complementar la pensión futura.
No hace falta imaginación para ensayar alternativas que ya se han aplicado en otros países de Europa, pero sí arrojo, olvidando las convocatorias electorales, dar nuevas soluciones a un viejo problema.