El fracaso de la privatización de la gestión sanitaria en Madrid va a paralizar todos los procesos de este tipo que se siguen en el resto de España. Distintos factores han contribuido a que este proyecto que empezó titubeante y con graves fallos de diseño haya terminado mal. Es lógico que su máximo responsable, el consejero Javier Fernández Lasquety, haya presentado su dimisión, pues no ha sabido explicar qué beneficios aportaba la gestión público-privada ni cuál era el ahorro que se iba a obtener.
Incluso el fallo de forma en el concurso de adjudicación ha paralizado el proceso, que llevaba ocho meses suspendido cautelarmente por los tribunales.
La decisión de los jueces se convirtió en un obstáculo insoluble, que ha sumido en la incertidumbre a las empresas adjudicatarias del concurso. La Comunidad de Madrid no les ha sabido dar respuesta y tendrá que devolverles la fianza que depositaron, si no se ve también obligada a indemnizar. ¿Creían realmente en su proyecto los dirigentes madrileños? Tras dedicarse Esperanza Aguirre a inaugurar nuevos hospitales antes de las últimas elecciones autonómicas y dotarlos con personal estatutario -una situación difícil de asumir por las empresas privadas- sus sucesores iniciaron un proceso de gestión público-privada lleno de errores.
Las torpezas cometidas y la falta de transparencia pusieron en contra a la sociedad y a los profesionales de la sanidad desde el primer momento. Ya no cabe discusión alguna sobre las posibles ventajas de la cooperación público-privada. Se imponen los intereses políticos. El techo de cristal de González por los orígenes de su patrimonio y la inminencia de elecciones -con el temor a un varapalo en las urnas- abortan una reforma que no se ha sabido gestionar.