Cuando se habla de reforma del sector público se piensa en ministerios, consejerías u organismos autónomos, por ejemplo, pero no se tienen en cuenta otros organismos que sortean sin dificultad el control y el rendimiento de cuentas. El Estado y las autonomías han creado un entramado de empresas públicas y organismos, que les permiten eludir el férreo corsé que supone estar incluido dentro de los presupuestos.
El protagonismo indiscutible lo tienen los consorcios, en los que las CCAA han encontrado el sistema de incrementar el endeudamiento público de forma solapada, sin que este pasivo se tenga que consolidar en los presupuestos autonómicos. Esto explica que las autonomías cuenten con 27 veces más consorcios -569- que el Estado donde no pasan de 21. No sólo se utilizan para endeudarse subrepticiamente, sino también para crear empleos, que no están sujetos ni a pruebas de acceso, ni a los límites que tienen las plazas de funcionarios.
Esta flexibilidad explica que se creen consorcios con las excusas más peregrinas -turismo transporte o el fomento de los oficios tradicionales- y se tarde tanto en cerrarlos a pesar de que haya concluido la efeméride que motivó la creación de un consorcio. El núcleo de la reforma de las Administraciones Públicas debe propiciar la desaparición de estos consorcios, fundaciones y empresas públicas, que explican en buena medida los males que aquejan a la administración española.
Hasta ahora se ha actuado sólo sobre los servicios públicos, pero se demora la reforma que acabe con el clientelismo y el uso solapado del dinero público. Tampoco la reforma local que se aprobó el viernes, dando más poder a las diputaciones, va precisamente en esa dirección.