La reforma de las Administraciones Públicas sigue en lista de espera, mientras los políticos continúan sin entender por qué hay tanto malestar ciudadano dirigido hacia ellos. No se atreven a realizar una reorganización profunda en el ámbito de su propia competencia, cuando el resto del país asume los efectos de la crisis con pérdida de empleos y de beneficios empresariales. A principios de año, el Ejecutivo conminó a las CCAA y a los entes locales a que redujeran empresas públicas. Después de nueve meses pocas cosas han cambiado. Los datos de 2011 hablan por sí solos y la situación es especialmente grave entre los municipios. En la última década la Administración local ha duplicado el número de empresas públicas. Tiene 1.499 frente a las 857 de las CCAA y a las 243 del Estado. Desde 2007, y ya en plena crisis, los municipios han usado las empresas públicas -aumentaron un 20,6%- como forma de contratar personal con la seguridad en el empleo de los funcionarios, pero sin oposición y sin los requisitos que exige el derecho administrativo.
La creación de empresas públicas no relacionadas con servicios básicos es una forma de emboscar deuda municipal y de colocar amigos y parientes. Mientras la corrupción se acepte como parte de la vida cotidiana de las administraciones, será imposible abordar cambios de calado y superar la crisis. Un ejemplo de primacía de los intereses políticos sobre los generales son las televisiones autonómicas. Ningún gobernante renuncia a ellas porque son electoralmente rentables. El Gobierno no puede seguir dando largas a una reforma imprescindible para acabar con el déficit estructural. Es una doble moral que no entiende la ciudadanía.