A la espera del dato de crecimiento que hoy será dado a conocer, la economía alemana parece mantener a salvo sus bases en medio de la profunda crisis que sacude a la eurozona. Al término del año su balanza comercial arrojará un superávit de hasta 200.000 millones de euros, lo que supone el desequilibrio positivo más grande del mundo.
El dato pone de relieve la competitividad de sus empresas, capaces de eludir el traspié que ha supuesto la caída generalizada de las ventas en la eurozona, pero también revela la debilidad de la demanda interna. La OCDE y otros organismos internacionales han dado su voz de alarma, porque Alemania podría cerrar el ejercicio con un superávit superior al 6 por ciento, una cifra que los expertos temen, porque puede poner en peligro la estabilidad económica europea.
No es objetable la buena marcha de un país, ni siquiera su capacidad para aprovechar la adversidad que desde hace años se encuentra instalada en la vieja Europa, pero Alemania no puede concebir la situación como una carrera de obstáculos para seguir cobrando ventaja respecto a otras economías más débiles, como la española, a la que además de exigirle reformas para cumplir con el déficit, debe facilitarle medios para financiar su desajuste. El fantasma de la Europa a dos velocidades no puede volver a ganar protagonismo.
Quien así lo crea debería recordar la política deflacionista desarrollada por Alemania entre 1930 y 1932, origen de la depresión y el desempleo insostenible, que a la postre provocaron la caída de la primera democracia instaurada en el país. Alemania debe reactivar el consumo interno y favorecer las importaciones de bienes para reequilibrar su balanza y favorecer el crecimiento de otros países europeos.