
¿Es usted constitucionalista y está harta o harto de las esteladas que pueblan la fachada de su edificio? No se preocupe, con Smart Lens, esas banderas independentistas se transforman en resplandecientes rojigualdas. ¿El equipo de sus amores es el Atlético de Madrid pero aún no se ha acostumbrado al nuevo Wanda Metropolitano? No hay problema, gracias a Smart Lens, el nuevo estadio de su Atleti seguirá siendo, a sus ojos, el añorado Vicente Calderón.
No, no les estoy vendiendo nada, estimados lectores de elEconomista, solo hago un remedo de la nueva promoción que Netflix España ha realizado para la serie "Black Mirror". En ella se publicita un dispositivo (el Smart Lens) entre óptico y quirúrgico diseñado para adaptar a nuestro gusto aquellas partes de la realidad que nos rodea y que no concuerdan con nuestra visión del mundo. El invento es ficticio, claro, pero nos adentra en la particular visión del futuro de la serie británico-americana. Ese lo suficientemente cercano y parecido al presente como para sentirlo inquietante y amenazador.
Lo malo es que, en algunos ámbitos de la vida, a veces extraordinariamente relevantes, el futuro distópico coexiste con nuestra realidad. Uno de los ejemplos más terribles es el de la denominada "arquitectura defensiva", si bien muchos preferimos llamarlo "arquitectura hostil".

Laurie Avocado. Fuente: CC
El concepto es sencillo: se denomina arquitectura defensiva a aquellos mecanismos arquitectónicos que impiden el uso de un determinado objeto urbano de cualquier manera distinta para la que ha sido concebido. Con definición tan aséptica, la cosa parece inocua, ¿verdad? Sin embargo, cuando nos enseñan algún ejemplo de este tipo de arquitectura nos damos cuenta de cuál es su verdadera función. Por un lado, evitar que los turistas e incluso los ciudadanos autóctonos se paren un rato a descansar en la calle y, por tanto, dejen de consumir en las tiendas y las terrazas. Y por otro lado, y de manera incluso más efectiva, impedir que las personas sin techo se tumben, o lo que es peor, duerman, en nuestro preciado espacio urbano y nos estropeen así el paisaje.
Estos artefactos no operan exclusivamente en solitario, antes bien forman parte de una maniobra urbana conjunta aparentemente invisible pero que estoy seguro todos hemos experimentado alguna vez. Si han visitado alguna zona turística de una gran ciudad se habrán dado cuenta de la práctica inexistencia de bancos para sentarse; de que, en el improbable caso de que hay alguno, los bancos o son unipersonales o están divididos mediante reposabrazos para no poder tumbarse; y de que, aunque no tengan separaciones, el diseño los convierte en inservibles para nada más que recostarse un par de minutos. Este diseño antihorizontal de los bancos está muy extendido en las paradas de autobús y las estaciones de metro, donde muchos de los asientos han sido sustituidos por barras a altura del culo que, más que permitirnos descansar, nos acaban proporcionando fastuosas contracturas lumbares.
La cosa no se limita a los bancos, claro. Fíjense en cómo las repisas delimitadoras de fuentes o parterres son bajas y estrechas para que no quepa ni la persona más pequeña y, cuando sí cabe, están erizadas de picas de rejería de acero apuntando hacia arriba como amenaza disuasoria contra nuestras posaderas.

Kent Williams. Fuente: CC
Pero todo esto no termina realmente de afectarnos más que en esos momentos en los que nosotros, piezas productivas de la sociedad, nos aventuramos por el centro sabiendo que, después del mal rato, podremos ir a descansar propiamente a nuestra casa. Lo verdaderamente inhumano les toca a quienes no tienen casa a la que ir después a descansar. Y hemos hablado de los bancos en las estaciones de metro, pero si detienen la mirada en los portales, los alféizares de las ventanas y las entradas de las tiendas, especialmente de las entidades bancarias, verán que a menudo se han diseñado para que nadie se tumbe allí. Abultamientos del pavimento, bolardos de acero e incluso pinchos, como si las personas sin techo fuesen palomas que transmiten enfermedades. Todo con tal de no ver a los feos, a los desharrapados, a los malolientes. A los pobres.
Como afirman los ingenieros Gordan Savicic y Selena Savic en su libro "Unpleasant Design", estos elementos no son diseños fallidos, más bien al contrario, son perfectamente exitosos. El caso más claro es el infame "Camden bench" de Londres; una impecable máquina arquitectónica cuyo único objetivo es hacer la vida más difícil a quien ose usarla para sentarse. Según el crítico Frank Swain, el anti objeto perfecto.

'Camden Bench', The wub. Fuente: CC
La arquitectura hostil no sirve al bienestar del usuario, fin último de cualquier objeto de diseño, sino al mantenimiento de una fantasía capitalista hipervitaminada. Como las lentillas de "Black Mirror", no eliminan el problema, solo lo tapan, lo disfrazan, lo ocultan, lo desplazan. Pero sigue existiendo porque el problema de la pobreza no se resuelve con pinchos.
Si las ciudades quieren seguir siendo el centro del ser humano social, deben avanzar en su propia humanización. Poco a poco se está haciendo; con peatonalizaciones, con la expansión de las zonas verdes y con el fomento de los transportes públicos y de los no contaminantes, incluyendo las bicicletas. Pero, mientras sigan permitiendo la arquitectura hostil, debajo de esa cáscara amable seguirá latiendo el corazón negro de un monstruo.
