
El pasado martes, el Mundial de Rusia 2018 mostró por primera vez al mundo su cartel oficial, obra del pintor y diseñador Igor Gurovich. Por un lado, es un guiño a Rodchenko, El Lisitski y los demás popes de la estupenda tradición del diseño gráfico soviético; y por otro, con la figura dominante y desproporcionada de Lev Yashin, abalanzándose cual araña negra sobre el balón, rinde tributo al futbolista más famoso de la extinta URSS y a uno de los mejores porteros de todos los tiempos, si no el mejor. En palabras de la secretaria general de la FIFA, Fatma Samoura: "El póster de la Copa Mundial de la FIFA 2018 es un verdadero reflejo del patrimonio artístico y futbolístico ruso".
Es decir, que con el cartel han querido crear un símbolo, una representación iconográfica capaz de expresar conceptos tan vastos y tan complejos como el acervo cultural y la identidad deportiva de una nación. Algo de lo que aparentemente pasaron tres pueblos esteparios cuando presentaron la mascota oficial, un lobo futbolista de marca blanca encuadrado en el estilo "dibujo animado homeopático". Se llama Zabivaka; lo acaban de leer y ya se les ha olvidado.
Pero, más allá de los héroes que nos descubra la contienda el próximo verano con sus proezas balompédicas, sus bailoteos tras marcar gol y sus espasmos próximos a la extrema unción cuando simulen haber recibido una falta, ¿saben cuál es el verdadero símbolo de un mundial? Sus estadios. Vale para un mundial y también para unos juegos olímpicos porque, como dijo el Pritzker Jacques Herzog en una reciente entrevista: "Creo que hacen falta arquitecturas icónicas. Igual que es bueno que haya competencia entre las ciudades y que la arquitectura sea parte de esa competencia".

Fisht soccer stadium. Fotografía: Reuters
Hay tres tipos arquitectónicos que pueden llevar el estandarte de la imagen y la competencia entre ciudades: los museos, las bibliotecas y los estadios. Los dos primeros son más libres y, sin embargo, más modestos en su propio recorrido, esencialmente por una afluencia de público más o menos moderada. En cambio, el estadio se la arquitectura icónica de nuestro tiempo como lo fueron las catedrales en el medievo. Cada uno atrae a miles, a decenas de miles de personas cada semana en liturgias perfectamente regladas y, también, funcionan como reclamo urbano y televisado a otros tantos millones por todo el globo.
Pero es que, además, en un mundo donde los clubes de fútbol, al menos los más importantes, han devenido en poderosísimas entidades económicas, el estadio se erige como la arquitectura corporativa definitiva. Y si las empresas compiten entre ellas, piensen que la competencia es el modo de vida del fútbol. Por tanto, los clubes compiten por los fichajes, compiten en la cancha, compiten por contratar a las marcas más famosas para que les diseñen sus equipaciones y, por supuesto, compiten por tener el mejor estadio.
Aquí es donde descubrimos que lo de "el mejor estadio" es básicamente un concepto ilusorio, una manera de intentar colocar en parámetros objetivos algo que pertenece al ámbito exclusivo de la imagen. Decía que los museos y las bibliotecas son más libres porque sus programas de necesidades son lo suficientemente flexibles como para que la arquitectura permita la investigación y la innovación espacial. Así, el interior del Guggenheim de Bilbao de Frank Gehry no se parece en nada al del Guggenheim de Nueva York de Frank Lloyd Wright, de igual manera que la Biblioteca Municipal de Rovaniemi de Alvar Aalto pertenece a un mundo arquitectónico diametralmente opuesto al de la biblioteca de la Phillips Exeter Academy en New Hampshire de Louis I. Kahn.

Mordovia Arena stadium. Fotografía: Reuters
En cambio, si miran fotografías de, qué se yo, el interior del Allianz Arena de Munich y las comparan con las del nuevo y flamante Wanda Metropolitano, verán que son prácticamente iguales: un campo de fútbol rodeado de gradas. El programa del estadio es tan rígido que, en realidad, apenas ha variado desde los teatros griegos y los anfiteatros romanos. Hay un espectáculo y hay (mucha) gente que va a ver ese espectáculo. Esa gente tiene que poder acceder y salir de su localidad con facilidad y estar lo más cómoda posible durante el tiempo que dure el partido (o hasta que el león se coma al cristiano del menú).
En más de dos mil años no ha habido avances arquitectónicos significativos, todo lo más un desarrollo constructivo y tecnológico. Obviamente, un estadio será objetivamente mejor si sus graderíos están calefactados, si la distancia entre asientos es más holgada, si los accesos son claros y accesibles o si los servicios anejos (bares, aseos, palcos, salas de prensa...) funcionan de manera eficaz. Pero el concepto y la formalización de ese concepto es siempre igual.

Volgograd Arena. Fotografía: Reuters
Nos encontramos entonces con un problema que también afecta a, por ejemplo, los hospitales o las viviendas de VPO: el programa es tan estricto que solo podemos tocar la imagen. Una maniobra proyectual que algunos arquitectos llamamos "vestir a la Nancy". Es decir, cuando dos estadios se proyectan para afluencias similares y con presupuestos similares lo único que los diferencia es el vestido que tienen. Por eso son tan simbólicos, porque son un puro símbolo.
Así pues, en el mundo contemporáneo, el mejor estadio será el que mejor ejerza su función simbólica. Aquel cuya imagen represente de forma más precisa los, tan cacareados como intangibles, valores del club que lo ha construido, de la ciudad donde se levanta o del país del que sirva como sede para el acontecimiento deportivo de ese verano.
En el próximo artículo de esta serie veremos si los estadios del Mundial 2018 son tan buen símbolo de Rusia como su cartel oficial (spoiler: no) y si hay estadios verdaderamente mejores que otros, sea por su imagen o sea porque escapen a la trampa del vestido.
