Economía

La mejor defensa de la Unión Europea está en sus valores

Donald Tusk, primer ministro polaco y autor del artículo. Imagen: EFE

El año 2016 quedará en la historia europea como un tiempo de lucha por mantener la unidad política, sistémica y social de la UE como comunidad de países, personas y valores. Ha sido un tiempo de incertidumbre y fracasos muy visibles. Pero también fue un año marcado por avances reales.

Aunque el referendo de junio en el que el Reino Unido votó por abandonar la UE se destaca como una amarga decepción, la aparición de un consenso paneuropeo sobre la protección de las fronteras externas de la UE y la firma del Acuerdo Económico y Comercial Global (AECG) con Canadá dan motivos para un cauto optimismo.

La mayoría de los problemas con los que viene luchando la UE hace un tiempo no están del todo resueltos. La crisis migratoria, las tensiones con Rusia por Ucrania y otras amenazas internas y externas a la seguridad continúan poniendo a prueba nuestra unidad y eficacia, y seguirán haciéndolo en el año entrante.

Lo que nos enseña 2016 es que nos esperan grandes cambios, desconcertantes, aún desconocidos, pero claramente palpables. Estos cambios futuros, como los que ya están sucediendo, son de un tipo que los pronosticadores políticos no logran descifrar. Hacía mucho que la realidad no se burlaba tan cruelmente de las predicciones de expertos y encuestadores, incluso en el contexto inmediato de elecciones o referendos inminentes. La política se ha vuelto tan impredecible como el clima en Bruselas. Y lo mismo que los pronósticos del tiempo, parece que las únicas predicciones que aciertan son las pesimistas.

Los actuales movimientos tectónicos de la política (¿cómo llamar si no a la sacudida con que una isla enorme se aleja del continente?) no son sólo consecuencias de la crisis financiera de 2008. Su origen y su esencia no se reducen a la rabia de los jóvenes desempleados o la insatisfacción de la clase media europea y estadounidense con el estancamiento económico (aunque nadie en su sano juicio subestimaría estos sentimientos). Pero todos percibimos que estos temblores pueden ser señal de un cambio más profundo: el fin de una era, que en Europa podría llamarse la Era de la Gran Estabilización.

Es una era que duró setenta años, sostenida por tres pilares. El primero es un orden internacional que, sobre la base de la capacidad de Occidente para exigir el respeto de normas y acuerdos, protegió a Europa de conflictos globales. El segundo es la democracia liberal. Y el tercero es la prosperidad de las sociedades europeas en relación con otros países.

La difundida sensación de que se avecinan cambios no debe atemorizarnos ni mucho menos paralizarnos. Como los historiadores saben muy bien, lo transitorio y efímero es la estabilidad, y no la crisis. Y así como no podemos prevenir las crisis (que, por naturaleza, son inevitables), tampoco queremos aferrarnos al statu quo, ya que tarde o temprano, la estabilización se convierte en estancamiento y la expectativa de cambios se torna universal. Esto no implica necesariamente una catástrofe, aunque su posibilidad existe.

Todo dependerá de nuestra capacidad colectiva para navegar mares de tormenta. El primer prerrequisito será mantener la unidad básica de la UE. No me cansaré de repetirlo: una UE internamente fracturada no estará a la altura de ninguno de los desafíos que enfrenta, y tampoco lo estarán sus países miembros (ni siquiera el más grande).

Los cimientos de la solidaridad europea aún son frágiles, y todavía tienen que superar las pruebas más difíciles. Sin esa solidaridad, Europa no podrá influir en la dirección de los cambios futuros y se convertirá en su víctima en vez de coautora. Para evitar este aciago escenario, debemos buscar una vez más aquello que nos conecta, lo que tenemos en común, lo que estamos dispuestos a defender con determinación plena, tanta como la que muestran nuestros oponentes. Debemos definir una vez más nuestro territorio, no en sentido geográfico, sino civilizacional, cultural y tal vez incluso simbólico.

El poder del mito

Hoy observamos a personas, naciones y Estados descubrir el poder del mito y de la simplificación. Esto puede ser presagio de una política más brutal, más cercana a la naturaleza que a la cultura. En estas circunstancias, lo más importante es distinguir claramente entre lo que hay de secundario y superficial en la tradición europea y lo que es duradero, valioso y único: aquello que el historiador Jacob Burckhardt llamó la libertad de espíritu.

Es en la cultura y la libertad donde redescubriremos la esencia de Europa. En política, esto implica que debemos estar dispuestos a hacer cambios, con la condición de que esto no suponga restringir la libertad en cuanto valor central. Antes de remodelar la estructura de la UE, antes de comenzar a resolver dilemas fundamentales sobre el grado de integración que queremos, todos debemos afirmar nuestro compromiso de continuar en el ideal de Europa como continente de libertad.

El mundo hoy está lleno de bárbaros que han hecho de la libertad y la cultura, como las entendemos, blanco de sus ataques. Sólo en la medida en que acordemos no claudicar en esta confrontación podremos los europeos superar los desafíos que esa barbarie nos presenta, y cuyos síntomas se ven por todas partes, dentro y fuera de la UE.

Si cediéramos a la presión externa y a la debilidad interna, los cambios venideros podrían frustrar el descubrimiento político más importante de Europa: que la combinación y solamente la combinación de la voluntad de la mayoría, del Estado de Derecho y del principio de limitación del Gobierno es la mejor garantía para la libertad humana y los derechos civiles. Por eso, debemos enfrentar con bravura y coherencia a los que, tanto desde el exterior como desde dentro, se han alzado contra nuestras libertades.

WhatsAppFacebookFacebookTwitterTwitterLinkedinLinkedinBeloudBeloudBluesky