
Thomas Hicks nunca acabó el maratón de los Juegos Olímpicos de 1904 en San Luis. Antes de terminar el recorrido murió. La autopsia dictaminó después que el colapso le sobrevino por lo que tomó para mejorar su rendimiento.
El cóctel mortal estaba compuesto de brandy, estricnina y yemas de huevos crudos. Fue el primer caso de dopaje conocido en la era moderna de la alta competición.
Más lucrativo que el narcotráfico
Un siglo después, la utilización de medicinas prohibidas en el deporte profesional ha evolucionado tanto como que la Interpol ya considera más lucrativo este negocio para la delincuencia organizada que el tráfico de drogas tradicional.
Donde antes había brandy y un atleta humilde, ahora nos encontramos con que se crea artificialmente testosterona para que alguien gane la carrera ciclista más prestigiosa. (O eso parece, ya que la confirmación clínica del positivo de Floyd Landis en el último Tour de Francia no se conocerá hasta mañana).
Según un informe del cuerpo internacional de policía, la compra y venta de sustancias como esteroides, péptidos, hormonas del crecimiento o complementos nutricionales (el brandy ya no sirve de mucho) movió durante el año 2004 alrededor de 19.000 millones de dólares. Que es más que, por poner un ejemplo, todo lo que invertirá el año que viene el Ministerio de Fomento español en el marco de su ambicioso plan de infraestructuras.
En línea ascendente
Y es que se trata de una cifra que sube a un ritmo vertiginoso: en sus mismas estimaciones del año 2003, la Interpol cuantificó el volumen de dinero que movía el dopaje en 16.000 millones de dólares. Es decir, en sólo un año el negocio ha crecido un 20 por ciento.
Un negocio que tiene como principal virtud lo poco que se sabe de él. Cualquier ciudadano podría suponer que la red que destapó la Operación Puerto en España es un golpe muy duro contra el negocio del rendimiento deportivo por métodos ilegales. No en vano, entre los clientes del doctor Eufemiano Fuentes (en libertad, tras pagar una fianza de 120.000 euros) estaban los ciclistas con mayor cartel del pelotón mundial: Iván Basso, Jan Ulrich, Paco Mancebo o Joseba Beloki.
Pues será un golpe trascendental, pero los primeros cálculos apuntan a que el entramado de Fuentes movía unos seis millones de euros al año, una más que mísera gota en el océano de 15.000 millones de euros que denuncia Interpol.
El salto a la sociedad
Las estimaciones policiales, con todo, son más que prudentes, dado que la detección, persecución y valoración del mundo del dopaje se han complicado hasta el extremo con las nuevas tecnologías e Internet. El mito del mercado clandestino que se esconde tras los gimnasios se ha perfeccionado a través de la red. Con la apariencia de vitaminas y suplementos alimenticios, las redes internacionales ofrecen realmente productos dopantes.
Precisamente, uno de las principales reclamaciones de Interpol es que los gobiernos cooperen de una vez por todas en la persecución del dopaje y se tomen en serio la lucha contra esta actividad. La Organización Mundial de la Salud insiste desde hace años en su advertencia de la amenaza que supone para la salud pública en general la tendencia del dopaje. Ya no sólo se trata de que nadie crea en el ciclismo o en los ganadores de los 100 metros lisos, sino que el mercado de las drogas de rendimiento tome el gimnasio de la esquina.
El camino del control sobre el dopaje se antoja largo: la Agencia Mundial Antidopaje no se creó hasta 1999 y como consecuencia del caso Festina que sacudió el Tour de 1998. Desde entonces, se ha creado un código internacional que entró en vigor en 2004 y se han multiplicado los controles en todas las competiciones. Los positivos no se han multiplicado menos.