
Los mandarines de Downing Street están preocupados por una extraña dolencia que, en las últimas décadas, ha probado tener un serio impacto sobre los inquilinos del número 10 de la famosa calle. Se trata de una sensibilidad aguda ante la mínima exposición a Europa y con un curioso factor de contagio sobre el partido que lo aupó a la residencia oficial.
Harold Wilson, Margaret Thatcher, John Major, incluso Tony Blair, vieron cómo los lazos comunitarios amenazaban peligrosamente el margen de su liderazgo. La integración europea genera efectos secundarios en los primeros ministros británicos, en un proceso gradual que, ahora, amenaza con asfixiar a David Cameron hasta convertirse en el nudo gordiano de su mandato.
Como primer gobernante al frente de una coalición en Reino Unido desde la II Guerra Mundial, Cameron tuvo que limar las aristas que atenazaban el encaje de piezas con los liberal-demócratas. Las luces rojas se encendían, sobre todo, al invocar a la Unión Europea, un beneficioso conglomerado para el socio minoritario, que desde el principio, lo situó como condición no negociable en las conversaciones para formar Gobierno.
El premier transigió, ayudado por su saludable sintonía con un Nick Clegg que aportaba su experiencia como burócrata de la Unión Europea. No obstante, las concesiones al referéndum sobre el sistema de voto calmaron el ánimo de los liberales, que, tras la derrota de su apuesta por la reforma, vieron cómo se diluían sus, en principio, líneas irrenunciables.
Poco le duró la tregua a Cameron. Sin embargo, la batalla se declaró donde más la podía temer. Los sectores tradicionalmente euroescépticos de su partido llevaban preparando la munición desde la sombra de la oposición. El primer ensayo había sido probado cuando los laboristas rechazaron la convocatoria de un plebiscito sobre el Tratado de Lisboa. David Cameron se había convertido en el gran portavoz de la frustración y juró que repararía el oprobio con la promesa de un plebiscito ante la mínima oportunidad de retomar poderes de Bruselas. Antes de mudarse a la residencia oficial, su apuesta era clara: cualquier cambio que afectase a la soberanía sería sometido a consulta popular.
Las aguas comenzaron a agitarse en Westminster, donde sufrió el mayor desafío a su liderazgo desde que tomase posesión en 2005. Hasta 81 diputados conservadores se rebelaron contra la disciplina interna para reclamar un referéndum sobre la pertenencia a la UE. La pírrica victoria del premier no mitigó el ansia separatista, que se exacerbó ante la tormenta del euro. Las facciones críticas con el proyecto comunitario se reagruparon ante la que ven como ocasión de recuperar competencias.
Última oportunidad
La crisis del euro supondría la oportunidad definitiva para un gradualmente mayor número de conservadores que apuestan por emplearla para redefinir la naturaleza de la relación con Bruselas y, en última instancia, el vínculo en sí mismo. La estocada final, un referéndum de pertenencia a la Unión que los más euroescépticos ven como único destino de la travesía comunitaria.
Las presión obligó a Cameron a hacer auténticos ejercicios de equilibrismo hasta la cumbre de la semana pasada. La espada de Damocles del veto se consumó, para delirio de un amplio porcentaje de diputados conservadores que vieron cómo la cita ha cambiado definitivamente la relación con Bruselas. El objetivo de Cameron, por contra, era sofocar las demandas de referéndum que supondría admitir las propuestas de sus socios comunitarios y que podría conducir en casa a la ruptura de la coalición.
El aislamiento confirmado el viernes convirtió a Cameron en héroe de los euroescépticos. Sin embargo, el elogio es el humo que nubla un detalle. El de un nuevo frente, ya que quedarse al margen cuestiona, en sí mismo, el sentido de seguir en un grupo que, desde ahora, contará con un selecto club del que Londres se ha autoexcluido.