
Mañana, el consejo de ministros aprobará el decreto ley de reforma de la Negociación Colectiva, que será tramitado asimismo como ley ordinaria. Es una norma relevante, que debería facilitar a las empresas su acomodación a la coyuntura, es decir, la mejor gestión del trabajo como factor de producción para acomodar la oferta a la demanda. Contra lo que ha podido parecer, esta ley en ciernes no tendría por objeto incrementar el poder del empresario en el sistema de relaciones laborales sino evitar que las empresas tengan que cerrar por no poder adaptarse a las circunstancias cambiantes del mercado.
Como es conocido, el Gobierno alentó el diálogo social para intentar que los interlocutores, empresarios y trabajadores, pactaran la norma. Y tras evidentes aproximaciones que trascendieron a la opinión pública, el intento se frustró. Por lo que el Ejecutivo no tendrá más remedio que proponer unilateralmente la ley basándose en los acuerdos parciales que sí llegaron a producirse en la negociación.
Y, como es lógico, en las vísperas de la decisión gubernamental de mañana, los actores implicados han presionado todo lo posible para tratar de arrimar el agua a su correspondiente molino: ayer, el presidente de la patronal, Rosell, empeñado también en endurecer su imagen ante los suyos (al parecer, los sectores más beligerantes del empresariado le forzaron a plantar cara a los sindicatos en la pasada negociación), criticó con dureza el borrador filtrado por Trabajo, y los diferentes medios de comunicación han reflejado igualmente las distintas posturas ante la trascendental reforma, que habrá de facilitar la salida de la crisis y el reforzamiento de la confianza generada por nuestro país.
¿Equidistancia?
Aunque las ópticas son distintas, a la luz de las críticas de empresarios y sindicatos parecería que la norma redactada por el Gobierno guarda una plausible equidistancia, todo lo opinable que se quiera pero con un valor objetivo innegable.
No elimina la ultraactividad pero marca plazos muy concretos para la negociación de un nuevo convenio e impone la mediación para resolver los conflictos; introduce criterios de flexibilidad claramente novedosos, que en última instancia pueden abocar también a la mediación; da preferencia a los convenios de empresa sobre los territoriales; permite una tímida flexibilidad de jornada, de hasta el 5%, probablemente insuficiente (los empresarios querían llegar al 15%) pero que ya traza una tendencia; contempla el descuelgue salarial cuando las dificultades de las empresas "afecten a las posibilidades de mantenimiento del empleo", etc.
En definitiva, es probable que se hubiera podido hacer más en el camino de la desregulación, pero no es sostenible la tesis de que se ha tratado de un puro "maquillaje".
Así las cosas, y puesto que lo relevante es que la norma sea de utilidad a los empresarios y emprendedores para que puedan poner toda su contribución a auspiciar la salida de la crisis (lo de menos es la ganancia política que unos u otros puedan conseguir mediante esta ley), lo natural sería encarar esta reforma con espíritu constructivo y aprestarse a completarla durante su trámite parlamentario, en el que la mayoría socialista necesitará inexorablemente el concurso de las minorías.
Aunque el decreto ley entre en vigor inmediatamente, el debate que tendrá lugar en otoño en las Cámaras debería permitir una afinación de la reforma, de modo que cumpla sus objetivos sin olvidar que la ley maneja una materia sensible, el trabajo de los asalariados, ni que el necesario realismo para conseguir la deseable productividad que necesitamos no puede arrasar toda una tradición histórica de conquistas sociales que también forman parte del decaído estado de bienestar.