
España era en 2000 la envidia del mundo por el crecimiento y el vigor de su economía. Pero un modelo basado en la construcción y la endémica falta de competitividad han provocado que la crisis internacional destroce al país y le ponga en la picota.
Del día a la noche. Del crecimiento al hundimiento y de la euforia a la desesperanza. Ésa es la travesía de los últimos diez años de la economía española. Una historia que, aunque no es única, es traumática. Sobre todo cuando hay que escribirla en la España que finaliza el año 2010.
El análisis económico del país en este mes de diciembre no tiene nada que ver con el que se hacía en el mismo mes de 2000. Entonces, España vivía las mieles de haber superado la entrada en la moneda única europea, con un aumento de PIB del 4%, una tasa de paro del 10,5% y un déficit público del 0,3%.
La prima de riesgo, un concepto que entonces no ocupaba ni un solo titular, se acercaba al 0%. Sí, al 0%. La amenaza de que el país tuviera que pagar por colocar sus bonos era algo impensable hace diez años. El año 2000, España podía tener problemas, pero desde luego no eran de índole económica.
En 1998, el país vivió uno de los hechos más importantes de su historia económica, la incorporación a la Unión Monetaria Europea, es decir, al euro. El PIB español venía creciendo con fuerza, las devaluaciones recientes de la peseta permitían absorber las pérdidas de competitividad producidas por la endémica falta de productividad de la economía (entre 2000 y 2008 sólo ha crecido un 1,6%) y las perspectivas favorables inducían al endeudamiento.
El consumo privado crecía a tasas hasta entonces deconocidas, pues aumentaba más que el PIB. No hay que olvidar que la caída de los tipos de interés contribuyó en gran medida a estos aumentos.
Disciplina fiscal
Al principio de la década, todo va bien. La economía española crece y se crea empleo. El Estado asume por ley la disciplina presupuestaria, lo que facilita que unos años después, en 2006, se alcance el superávit del 1,8% del PIB tras lograr el equilibrio en las cuentas desde años antes.
A este hecho contribuye el saneamiento de la Seguridad Social que, en virtud del aumento del empleo y de que el organismo deja de asumir los gastos sanitarios para centrarse sólo en las cotizaciones para abonar pensiones, alcanza también un superávit e incluso una hucha, el llamado Fondo de Reserva. Y, además, se bajan los impuestos, los directos y los indirectos en forma de congelaciones de cara a la inflación.
Hay otro factor que España sabe aprovechar en el primer lustro muy adecuadamente y es la abundante llegada de los fondos europeos, especialmente los de cohesión, que sirven, sobre todo, para construir infraestructuras y nivelar a las comunidades autónomas menos desarrolladas con las más avanzadas.
En el año 2001 se produce un acontecimiento de alcance mundial: el terrorismo islámico ataca a Estados Unidos el 11 de septiembre. Al desplome de todas las bolsas mundiales en los días siguientes se une el encarecimiento, en un 8 por ciento, del barril de petróleo por el miedo a una respuesta militar norteamericana en Oriente Medio.
En las semanas posteriores, se va vislumbrando el panorama que han dejado los atentados: cae la confianza de consumidores y empresas; el crudo más caro, fluctuaciones en los tipos de cambio y retracción. Los crecimientos económicos de los países más desarrollados, entre ellos España, quedan afectados. Si bien la fortaleza que muestra la economía española permite que siga creciendo, aunque a menor ritmo, en 2002 y 2003.
El país llega a mitad de la década pletórico, tanto que es un ejemplo de cara al exterior. Eso sí, la inflación es la variable menos manejable. Ahora ya no depende de la política monetaria, ya no se puede controlar desde los bancos centrales, con lo cual pasa a depender de factores externos, el principal de ellos, el precio del petróleo.
En 2002 y 2003, la inflación se dispara. El primer año es el tributo que hay que pagar por el cambio de la peseta al euro, ya que todo se encarece por el efecto redondeo. El segundo año, la causa es otra muy distinta: la guerra de Irak y el consiguiente encarecimiento del barril de petróleo.
Sea por lo que sea, la inflación no ayuda a mejorar la competitividad exterior de la economía española que, a pesar de la bonanza, sigue siendo el lastre. Desde hace años, los precios, los costes salariales unitarios y los márgenes empresariales españoles vienen creciendo por encima de los de la zona euro y la competitividad se resiente.
La burbuja inmobiliaria
Los españoles consumen y consumen en estos años y el bien principal objeto de sus compras son viviendas. La construcción se convierte, ya desde finales de los 90, en el motor de la economía, hasta el punto de que llega a representar casi el 17% del Producto Interior Bruto. De 1999 a 2007, la deuda de los hogares pasa de superar ligeramente el 60 por ciento de su renta disponible a ser del 130%.
Las empresas, aunque por más motivos, también se endeudan y de deber el 270% de su excedente bruto de explotación pasan a casi el 600%.
En marzo de 2004 cambió el signo político del Gobierno. Gana el PSOE pero en materia económica apenas se producen cambios. El PIB continúa creciendo con vigor: el 4 por ciento en 2006 y el 3,6 por ciento en 2007. El Gobierno socialista sigue la senda de sus antecesores del PP y aprueba una nueva bajada del IRPF. Mantiene la Ley de Estabilidad Presupuestaria aunque la reforma para suavizarla. Inflación, déficit, deuda pública, tasa de paro... todo continúa de color de rosa.
Hasta que, en el verano de 2007, estalla la crisis financiera en EEUU, que se extiende como una mancha de aceite. La concesión de créditos se contrae, suben los tipos de interés y vuelven las alzas del petróleo y de las materias primas. La situación ataca de lleno a sectores como la construcción, el motor de la economía española. En los años precedentes este sector acogió un gran exceso de liquidez y una subida espectacular de los precios por la abundancia de demanda. Por consiguiente, aumentan las deudas.
Al producirse la crisis, estalla la burbuja. En sólo dos años, la construcción pierde el 100% de su empleo y el PIB cae casi un 4%. A este derrumbe se añaden los problemas endémicos propios de la economía española como son su bajísima productividad, el lastre ya aludido de la falta de competitividad, el desarrollo escaso de la I+D+i en el país y la rigidez de algunas estructuras. De nada ha servido, para no entrar de lleno en la recesión, que el sistema financiero español sea uno de los más sólidos y saneados de la OCDE, gracias a una regulación que le libra de activos tóxicos, los desencadentes del hundimiento financiero.
Las Administraciones Públicas españolas empiezan a tener unos gastos galopantes, sobre todo la central, en gran parte porque al aumentar el desempleo de manera progresiva sube el monto de las prestaciones y, además, Hacienda recauda menos. El superávit pasa a la historia y vuelven los porcentajes mareantes de déficit público, como el 11,1% con el que cierra el año 2009.
Más déficit supone más deuda y, aunque los ratios de España (62,8 por ciento del PIB es la previsión de este año) están por debajo de la media de la zona euro, contribuyen a restar credibilidad a una economía que se ha derrumbado con tanta facilidad. De golpe, se acaba el sueño. La crisis llega al ciudadano con virulencia. El desempleo se dispara hasta rozar el temido 20% de la población activa y el número de hogares con todos sus miembros en paro es de casi 1,3 millones. Mientras, se acumulan los impagos y la morosidad sube a niveles desconocidos en años.
La ansiada inflexión, ese punto en que la tendencia empieza a cambiar, no se produce. En dos momentos de 2010 cunde el pánico y se huele la quiebra nacional: en mayo y en noviembre. El motivo es que España ha dejado de ser un país fiable. Sus numerosos problemas económicos, aunque no sean los mismos de otros países, provocan una desconfianza brutal en instituciones, gobiernos e inversores. Tanto que la expresión prima de riesgo, el coste por colocar la deuda pública y medida por la diferencia del coste con el bono alemán, empieza a ser familiar para el ciudadano español porque se dispara como nunca antes.
Nadie se fía de que España pueda pagar su deuda, que ha crecido tanto en tan poco tiempo y no tiene el respaldo de un crecimiento del PIB.
En diciembre de 2010, la situación es radicalmente distinta a la de hace diez años, hasta el punto de que se teme que España pueda ser objeto de un rescate exterior. Y lo peor es que el país va a entrar en su cuarto año de crisis sin demasiadas alegrías a la vista.