
Los dos grandes sindicatos de clase, CCOO y UGT, criticados por una parte de la opinión pública por su pasividad ante la crisis, han organizado la primera "gran" manifestación desde el comienzo de la recesión, con un éxito más que discreto
Pese al aporte de sindicalistas y 'liberados' de toda España en cómodos autobuses fletados por los organizadores, las calles de Madrid recibieron apenas a 32.291 personas, según el cómputo de la empresa Lynce, que efectúa recuentos directos de absoluta precisión para la Agencia EFE.
Si se piensa que el número de 'liberados' en toda España podría ser de más de 200.000, se llegará a sombrías conclusiones sobre el tamaño del alarde sindical.
Advertencias preventivas
La manifestación ha sido en realidad un simple acto de presencia, una especie de "advertencia preventiva" lanzada especialmente a los empresarios pero también, indirectamente, al Gobierno: los sindicatos no están dispuestos -han venido a decir- a que los empresarios se aprovechen del ruido de la crisis para sanear sus cuentas de resultados mediante despidos innecesarios; y tampoco lo están a que las políticas de recuperación de la actividad y el empleo se hagan a costa del abaratamiento del despido.
Para vestir ambos designios, han lanzado una serie de lemas en exigencia de salarios, empleo y diálogo social, y han hecho público un manifiesto de doce puntos que bien poco aporta al acervo sociolaboral de este país.
En realidad, los líderes sindicales presentes mostraban especial preocupación por desbloquear cuanto antes los convenios de 2009 y firmar un acuerdo sobre negociación colectiva para los próximos tres años. La patronal parece ahora propensa a ello, una vez convencida de que no encontrará apoyo alguno ni en el Gobierno ni en los sindicatos en su deseo de lograr un contrato de inserción que, en condiciones poco gravosas, permita acelerar la contratación de los actuales desempleados.
La paradoja de los sindicatos
Esta crisis económica, en que el Gobierno no está dispuesto a dar pretextos para que alguien le organice una huelga general, siempre muy onerosa políticamente, y en que las organizaciones obras, burocratizadas al máximo, están en mínimos de influencia y prestigio social, está dando una llamativa visibilidad a la gran paradoja de los actuales sindicatos de clase, que intentan mantenerse a flote en las aguas de unos modelos de economía de mercado que nadie discute: objetivamente, los intereses de los trabajadores que tienen empleo son totalmente distintos, si no opuestos, a los intereses de los parados. En efecto, aquéllos desean un mercado muy regulado e intervenido, que garantice su estabilidad laboral y su salario; los parados, en cambio, sólo dejarán de serlo con rapidez si el mercado laboral se flexibiliza.
En consecuencia, los sindicatos, que defienden a los trabajadores activos, no aportan nada a los parados. Más bien contribuyen a que sigan en esta situación.
Los sindicatos -como las patronales- tienen un papel importante en democracia, y conviene proteger dichas instituciones. Sin embargo, es evidente que las organizaciones sindicales, que consumen grandes cantidades de recursos del erario público, requieren un -aggiornamento- que las vuelva funcionales. En su estado actual, son patéticas sombras de unas románticas instituciones revolucionarias que, en su estado original, ya no tienen sentido.