
La opinión pública y los mercados de capitales recibieron el pasado lunes con un entusiasmo indescriptible y poco justificable el denominado Plan Geithner, diseñado por el secretario de Estado norteamericano para yugular la crisis del sistema financiero estadounidense.
En la teoría y en la práctica se trata de una versión reciclada, si bien más audaz y también más peligrosa, del proyecto de salvamento elaborado por su antecesor, Henry Paulson.
Se trata, de nuevo, de comprar los famosos activos tóxicos y, como sucedió en el caso anterior, esta política tiene serias dificultades de implantación, escasas posibilidades de éxito y un coste potencial para las arcas públicas muy superior al planteado por la antigua Administración Republicana.
En verdad, los hombres de Obama no parecen tener mejores ideas que los de Bush para restaurar el normal funcionamiento de los mercados financieros.
Problemas de liquidez
La premisa subyacente a la iniciativa salvífica de Geithner se basa en un falso supuesto, desmentido por los hechos: la idea de que los bancos están soportando un problema temporal de liquidez. Desde esta perspectiva, muchas hipotecas y los títulos ligados a ellas estarían siendo valoradas por debajo de su valor a largo plazo. Esto hace aparecer como insolventes a numerosas entidades financieras. De acuerdo con este punto de vista, basta inyectar la liquidez suficiente en los mercados afectados para devolver la cotización de esos activos a sus valores fundamentales. De este modo, se restauraría la solvencia de las instituciones afectadas, básicamente la de los bancos. Ésta es la hipótesis intelectual que justificaría la masiva ayuda aprobada por la Administración demócrata para salvar del desastre a la banca norteamericana.
Como los propios bancos saben perfectamente, ningún deudor aunque esté al borde de la bancarrota está dispuesto a admitir que es insolvente. Siempre considera sus dificultades como consecuencia de una falta de liquidez causada por factores exógenos. La credibilidad de esta posición depende de cuánto dura esa situación y de la existencia de razones sólidas para pensar que el descenso del valor real de los activos es un episodio coyuntural en vez de estructural. En España, el caso de la Caja de Castilla-La Mancha es un ejemplo paradigmático de esa alergia a reconocerse en quiebra. Como ha sucedido en el caso de la caja manchega, en un escenario dinámico presidido por una recesión aguda, esa actitud resulta insostenible. Así lo refleja desde hace ya mucho tiempo la realidad norteamericana, y comienza a reflejarlo la española. Pero para no tener pesadillas sigamos con EEUU.
Cuando Paulson solicitó fondos al Congreso para comprar activos tóxicos, olvídense de las cuestiones relacionadas con el precio al que debían y/o podían adquirirse, estos cotizaban a unos 65 dólares por acción. Ahora, lo hacen a 30 dólares. Con una tasa de morosidad de alrededor del 12 por ciento, con un descenso de los precios de la vivienda del 30 por ciento y cayendo, las pérdidas parecen ser algo más serias que las derivadas de un teórico problema de liquidez causado por el pinchazo de una burbuja. En este contexto, el Plan Geithner se sustenta en un diagnóstico erróneo y, por eso, es tan sólo un instrumento o, por lo menos, un parche cuya única utilidad consiste en salvar los bonus de los directivos y las inversiones de los accionistas y bonistas con el dinero de los contribuyentes.
Las consecuencias del plan
Ésa es la causa de la euforia de los mercados cuando el Plan Geitner fue presentado. Pero no soluciona la raíz del mal: la falta de capital de los bancos estadounidenses. ¿Qué sucederá ahora? ¿Cuáles serán las consecuencias del Plan Geithner? Si el valor de los activos tóxicos no está infravalorado por el mercado, el Tesoro estadounidense encarará unas enormes pérdidas porque no podrá recobrar sus ayudas. En este supuesto, los analistas estiman las pérdidas potenciales para la hacienda pública del Plan Geitner en unos 470.000 millones de dólares.
El escenario mejor sería aquel en el que desaparecida la toxicidad y recuperado el mercado, los activos adquiridos volviesen a sus fundamentales: el Gobierno recuperaría su dinero y, eso sí, los hedge funds multiplicarían sus beneficios. Pero incluso en este rosado escenario, se plantea un interrogante político: ¿cómo reaccionarán los contribuyentes cuando se den cuenta de que los grandes beneficiarios de la compra gubernamental de los activos tóxicos son quienes los han fabricado?
El Plan Geithner presenta pues las mismas fallas que el Plan Paulson. Por añadidura, la sucesión de iniciativas para salvar a los bancos lanzadas desde el inicio de la crisis por las dos últimas Administraciones norteamericanas están contribuyendo a paralizar o, al menos, a frenar la recuperación de los mercados de crédito. ¿Para qué comprar acciones de un banco si uno sabe que el siguiente plan de rescate se llevará por delante la inversión realizada? ¿Para qué asumir la quiebra ahora si mañana vendrá el Gobierno en mi ayuda?
Éste es un clásico caso de inconsistencia temporal, en el que los agentes económicos no encuentran un marco estable dentro del cual puedan tomar sus decisiones. Es peor que un plan malo, una sucesión de planes incoherentes que alternan de manera constante las reglas del juego. Desde esta óptica, la tesis según la cual la crisis del sistema financiero norteamericano ha tocado fondo ha de ser tomada con una extraordinaria cautela.
El Plan Geithner no resuelve ni afronta la descapitalización de las instituciones bancarias y, en consecuencia, eso hace imposible e impensable que se restauren los flujos crediticios por vías distintas a las suministradas por la Reserva Federal. Ahora bien, esto tiene un precio. Se están incubando tensiones inflacionistas que antes o después emergerán y, lo peor, lo harán en un contexto de enorme fragilidad de la banca estadounidense