Motor clásico

El día que Renault batió el récord del mundo de velocidad

Renault Étoile Filante

Regresamos a aquella década prodigiosa en la que los coches estuvieron más cerca que nunca de los aviones. Pero en este caso, también de los helicópteros.

La Segunda Guerra Mundial había finalizado unos años antes sin que los reactores hubiesen tenido tiempo de demostrar su enorme potencial en combate. El Messerschmitt Me 262 llegó casi al final y los alemanes sólo pudieron poner en vuelo algunas unidades que ya nada pudieron hacer ante la inminente debacle nazi. Por su parte, el Saab 21R se hallaba todavía en desarrollo cuando acabó la contienda.

Francia, al igual que el resto de los países más avanzados industrialmente, comprendió de inmediato la importancia de los nuevos motores a reacción. Una de sus empresas, Turboméca, comenzó a fabricar turbinas más de menor tamaño para motorizar a los revolucionarios helicópteros Alouette. En búsqueda de tecnología, contactaron con Renault y entonces surgió la idea. Pierre Lefaucheux, el director de Renault por aquella época, quería ir deprisa en la industria, pero también sobre la pista. ¿Qué tal si batiéramos el record del mundo de velocidad?

Dicho y hecho. Se habilitó un taller especial de desarrollo dirigido por Fernand Picard y en el que el ingeniero Albert Lory se ocuparía de los motores. Además, se sumó al equipo Jean Hébert, también ingeniero pero que era también piloto y sería de gran utilidad cuando hubiese que probar el coche cohete que pretendían construir.

Chasis de cromo-molibdeno

En 1956 se habían terminado dos unidades del bautizado como Étoile Filante (Estrella Fugaz) y se presentó con la primavera en el circuito de Monthléry. Sus características no eran nada habituales para un vehículo de cuatro ruedas. Su motor de turbina Turmo 1 giraba a 28.000 revoluciones por minuto, comprimiendo y detonando queroseno de aviación y produciendo el equivalente a 270 caballos de potencia. Su fuerza se transmitía a las ruedas posteriores mediante una nueva transmisión hidráulica semiautomática, todavía en desarrollo, y que bajo el nombre de Transfluide equiparía después a la berlina Frégate.

El orgullo patrio de los franceses se acrecentó al ver ese monstruo de fabricación nacional, con casi cinco metros de largo, con poco más de un metro de alto, chasis tubular de cromo-molibdeno y carrocería monoplaza en forma de suaves ondas fabricada en poliéster. No todo lo futurista iba a ser americano y lo iban a demostrar.

Para ello inscribieron al Étoile Filante en las pruebas de homologación de records sobre el Lago Salado de Bonneville (Utah), escenario de increíbles gestas en busca de pulverizar el tiempo y la distancia.

Gran publicidad

El 5 de septiembre, la blanca llanura norteamericana se despertó con un ensordecedor silbido de la turbina de aviación del Étoile Filante. Con sus dos timones de estabilización a modo de penachos, el bólido azul salió disparado hacia el horizonte. Cuando llevaba mil metros recorridos, Jean Hébert ya viajaba a 306,9 kilómetros por hora y, pocos minutos después, cuando rebasó la marca de 5.000 metros, marcó 308,85 kilómetros por hora. Un nuevo récord del mundo quedaba establecido para mayor gloria de Renault.

A pesar de los problemas que causaba el calor disipado por la turbina, los ingenieros franceses extrajeron muy útiles conclusiones en aerodinámica, del comportamiento de un vehículo a altísimas velocidades y del comportamiento de los frenos actuando en tales circunstancias (la turbina no aporta freno motor). Datos que fueron celosamente guardados y más tarde aprovechados tanto en la fabricación de coches de serie como en la competición, sobre todo en Fórmula 1.

En Estados Unidos la gesta no dejó de impresionar a los nacionales, la mayoría de los cuales nunca habían oído hablar de Renault. Y publicitariamente vino muy bien a la marca, pues unos meses más tarde comenzaron a llegar al mercado estadounidense los Dauphine importados desde Francia.

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