En los años 50, Renault emprendió su particular aventura norteamericana. La dimensión del proyecto le vino un poco grande, pues penetrar en aquél singular mercado y competir con los enormes coches propios de aquél país no era ni fácil ni barato.
Poco a poco, viendo los discretos resultados comerciales, la marca francesa se batió en retirada hacia sus cuarteles de Europa, donde tenía el éxito asegurado. En pleno repliegue de su red comercial americana, Russell Feldman hace un insólito pedido a Renault.
Feldmann era presidente de la National Union Electric Corporation y, a la vez, propietario de la compañía carrocera Henney y, por añadidura, poseía también la fábrica de baterías Exide. No es extraño pues que, entre sus intereses comerciales y una anticipadora fe en la electricidad como energía de propulsión, el directivo y magnate norteamericano se planteara crear un modelo de automóvil alimentado por baterías.
Los coches norteamericanos de la época, con sus cromados, alerones y gigantescas dimensiones, no eran nada apropiados para la conversión eléctrica. Feldmann necesitaba un coche ligero, de mecánica sencilla y fácilmente transformable. Y así encontró en el Dauphine, que todavía se vendía en los EEUU, la mitad de su proyecto ya realizado.
Motor de carretilla
Aprovechando el stock sobrante en la red comercial, encargó 100 unidades del Dauphine, sin motor ni transmisión. Su extrema ligereza frente a los coches que por allá rodaban resultaba idónea para sus planes de ofrecer un coche eléctrico, asequible y práctico.
La instalación no planteó demasiados problemas, ya que se utilizó el maletero delantero para alojar un motor eléctrico utilizado habitualmente en carretillas elevadoras y, en el vano posterior donde iba alojado normalmente el motor de explosión del Dauphine, se alojaron las baterías.
En una primera versión del Henney Kilowatt se conectaron en serie 12 baterías convencionales de 6 voltios lo que le otorgaba una velocidad máxima de 64 kilómetros por hora y otros tantos de autonomía. En una siguiente evolución, se le añadieron dos baterías más, elevando la velocidad hasta los 75 kilómetros por hora y aumentando la autonomía máxima hasta los 75 kilómetros.
Sin posibilidad de transportar carga alguna más que los pasajeros, ya que se había invadido el maletero original con el motor, el Henney Kilowatt era sin embargo bastante ligero incluso hoy en día para tratarse de un eléctrico. La primera versión daba en la báscula 950 kilos y, la segunda, más perfeccionada mecánicamente, alcanzaba los 1.100. Como única opción en el modelo, que costaba 3.500 dólares, se podía elegir el color: un granate "Montijo", negro o gris.
Fracaso comercial
El resultado comercial del Dauphine eléctrico no pasó de la curiosa anécdota, ya que se vendieron solamente 47 unidades en total de las dos versiones fabricadas y 32 de ellas como flotas para compañías eléctricas. Incluso el estado de Tenessee adquirió el Henney Kilowatt como coche oficial de servicio. Y, que se sepa, todavía existen dos unidades en funcionamiento además de los escasos ejemplares que se exhiben en museos de EEUU y Francia (Pudimos ver uno expuesto en el Salón del Automóvil de París de 2010).
Como hoy, la dificultad de recarga perjudicó entonces el lanzamiento de cualquier intento de coche eléctrico como el Henney. Pero, ahora que los fabricantes nos adelantan que será el futuro del automóvil, ahí queda para la posteridad el acertado augurio americano del pequeño Dauphine eléctrico.