El melocotón y el caos

Que los intereses geopolíticos y estratégicos de un país sobre otro afecten a un humilde agricultor que cuida con mimo sus melocotones y espera venderlos a buen precio podría parecer un ejemplo macabro de la teoría del caos: ésa que afirma que el batir de las alas de una mariposa puede provocar una tormenta a miles de kilómetros.

Los agricultores y ganaderos, sin embargo, ya estamos acostumbrados a pagar los platos rotos de muchas relaciones internacionales turbulentas.

La Guerra Fría, que enfrentó a los bloques capitalista y comunista desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta finales de los años ochenta, terminó con la disolución de la Unión Soviética y con el abrazo por parte de los gigantes ruso y chino del capitalismo más voraz como forma de organización económica y social. O eso creíamos.

Las relaciones entre Occidente y el bloque del Este, lejos de ser fraternales y amistosas, se han mantenido tensionadas durante las últimas décadas, listas para estallar en cuanto la más mínima chispa hace su aparición.

El conflicto entre Ucrania y Rusia ha sido el último leño que se ha arrojado al fuego de este enfrentamiento, que hoy por hoy, lejos de contraponer sistemas económicos entre bloques mundiales -hoy todos convencidos capitalistas-, se ha convertido en un sprint final en el que los corredores buscan un hueco en el liderato, sin importarles a quienes afecten los codazos que se propinan en esa irresponsable carrera.

A finales de 2013, la población tomaba las calles de Kiev para rechazar las políticas del presidente Yanukóvich, un político con pasado mafioso y gustos autoritarios.

Las protestas se intensificaron en enero y febrero de este año provocando finalmente la huida a Rusia de Yanukóvich y la celebración de nuevas elecciones que llevaron al poder a Poroshenko, formando una plataforma pro-Unión Europea.

Rusia no respondió con gran placer al resultado de estas elecciones, apoyando y promoviendo una revolución secesionista en la península de Crimea y en las regiones de Donetsk y Lugansk, los territorios más rusófonos de Ucrania. El país vive desde entonces una situación de guerra civil, con su población y sus fuerzas políticas divididas entre el acercamiento a la Unión Europea y Occidente, en general- o a Rusia.

El pasado 17 de julio, un misil derribaba un vuelo de Malaysia Airlines que había salido de Ámsterdam en dirección Kuala Lumpur. Tras un rocambolesco cruce de acusaciones sobre quiénes habían sido los responsables, el presidente Obama termina culpando a los separatistas apoyados por Rusia, animando a la Unión Europea a tomar medidas contra el gigante eslavo.

Estas medidas terminan traduciéndose, el 29 de julio, en restricciones financieras y relativas al tráfico de armas y tecnología. Sólo diez días más tarde, el presidente Putin responde prohibiendo gran parte de las importaciones de alimentos desde los países de la órbita occidental, entre ellos España, y amenazando con extender el veto a otros sectores.

En 2013, antes de este veto, los agricultores y ganaderos europeos exportamos 5.252 millones de euros a Rusia sólo en lo que respecta a los productos ahora vetados, de los que 338 millones corresponden a España, destacando la fruta, con casi 158 millones, sobre todo de hueso (melocotón, nectarina, ciruelas, albaricoques?) y los cítricos. Las cifras macro no son desdeñables, pero las implicaciones de esta crisis están siendo, y serán, mucho mayores.

Las primeras fotografías de los efectos de esta crisis en el campo español fueron los camiones cargados de fruta dando la vuelta mientras iban camino de Rusia. Más tarde, los almacenes llenos de producto e incluso fruta sin recoger en los árboles de algunas explotaciones.

Sin embargo, a estas impactantes imágenes se están sumando otras menos televisivas, y que sangrarán gota a gota a todos los agricultores y ganaderos españoles, hundiendo los precios de la mayoría de las producciones y ahondando la crisis de rentabilidad que sufrimos desde hace años.

El equilibrio de la cadena agroalimentaria es, desde hace tiempo, inexistente. Los agricultores no tenemos capacidad alguna de influir en el precio de nuestros productos, que se ven sometidos a la dictadura de los mercados, en la que la gran distribución tiene un enorme poder.

El agropecuario es un sector muy peculiar: los consumidores nos consideran básicos, los políticos nos dicen que somos "estratégicos", la industria alimentaria no podría funcionar sin la materia prima que le proporcionamos y la distribución juega con nosotros como un apunte más en su cuenta de resultados y en su lucha por atraer compradores. Mientras tanto, para las zonas rurales somos el pilar básico de su economía y su organización social.

Todas estas peculiaridades nos convierten en un sector importantísimo, pero de equilibrio frágil, que necesita una legislación adecuada y una política clara de apoyos públicos que ayude a garantizar un suministro de alimentos de calidad para toda la población.

El veto de Rusia ha vuelto a demostrar la lentitud de reacción de la Unión Europea, que según parece destinará sólo 125 millones de euros a paliar los efectos de esta crisis -sólo las pérdidas directas superarán los 5.000 millones-. Una ayuda que apenas será un parche tardío y raquítico.

Mucho nos tememos, y ya lo estamos comprobando, que la gran distribución aprovechará el veto de Rusia para hundir los precios en origen de los alimentos, sumiendo a agricultores y ganaderos en una crisis aún más grave.

Europa debe ponerse las pilas y asumir las consecuencias de sus actos. Esta no es una crisis agraria, es una crisis política en la que los agricultores nos hemos visto inmersos, sin ser responsables de nada más que abrir nuevos mercados y exportar productos de calidad a un gigante económico como Rusia.

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