
Abrir caminos es una de las actividades más definitorias de la condición humana. Cada vez que alguien se atreve a poner un pie detrás de otro por un terreno inexplorado, convierte lo extraño en civilización. Transforma el territorio en mapa. Aunque no sepa exactamente a dónde dirigirse; aunque no tenga la certeza de que llegará a algún lugar, físico o imaginario. Quizá ese atrevimiento tan humano fue el que puso Frank Herbert en boca de Paul Atreides cuando escribió Dune en 1956: "Un camino que se recorre con precisión hasta su final, desemboca, precisamente, en ninguna parte".
Quizá también por eso, existiendo cientos, miles de caminos que cruzan España y llegan a muchas partes, no se sabe con seguridad dónde termina el más transitado. Corre por el norte de la Península Ibérica y hay quien dice que su final está en la tumba del apóstol, mientras que otros afirman que no acaba hasta que acaba la tierra y comienza el océano en Fisterra. En el fin de la tierra. Y sin embargo, el camino de Santiago solo es el dibujo en el cielo de la sección transversal de nuestra galaxia. Trescientos millones de soles que arrojan su luz sobre la ciudad que los romanos denominaron el campo de estrellas. Campus stellae. Compostela.
Los que vienen desde Francia sostienen que el Camino confluye en una colina al noreste de Santiago de Compostela, en el límite de la ciudad nueva. Desde allí se ve, al fin, la Catedral y el casco histórico. Solo queda bajar por el Parque de Bonaval. Para atravesar el parque hay otro camino que desciende por laderas de hierba fresca y verde, por terrazas como las de los antiguos huertos gallegos, entre el renovado cementerio hasta el convento de San Domingos de Bonaval. Casi al final del parque, cuando ya solo queda un árbol y un fragmento de baldosas, pisamos una placa metálica escrita con una fecha y dos nombre: "1994. Isabel Aguirre y Álvaro Siza".
Vista exterior del CGAC. Mark Ritchie, cortesía del CGAC
Fueron la paisajista coruñesa y el arquitecto portuense quienes rehabilitaron la antigua finca perteneciente a los dominicos. No quisieron que su nombre se impusiera al terreno ni a la obra ni al parque ni mucho menos edificio de San Domingos. Por eso apenas figuran en una chapa prácticamente oculta. Al otro lado, la callejuela entre el convento y el Centro Galego de Arte Contemporánea funciona como un intersticio junto al nuevo museo y el edificio Barroco. Allí comienza el camino al final del Camino.
Si Bruno Zevi decía que la arquitectura es el espacio recorrido en el tiempo, entonces, el Centro Galego de Arte Contemporánea son cien arquitecturas, porque son cien recorridos que en realidad son uno solo. Un camino al final del camino.
Cuando al arquitecto portugués le encargaron la construcción de un nuevo museo en la capital de Galicia, se enfrentó a cuatro retos. Uno era conocido: articular un edificio para exponer piezas de arte. Los otros tres, en cambio, respondían a las condiciones de contorno específicas de Santiago, capital de una de las regiones más singulares de Europa y ciudad sedimentada durante veinte siglos de historia de la civilización. Por tal razón, a Siza ni siquiera le preocupó demasiado la complicada silueta triangular del solar donde debía plantear el proyecto. Su verdadera decisión radicaba en enfrentar la arquitectura contemporánea a una ciudad como Santiago. Literalmente, al borde del casco histórico.
Vista hall. Exposición Carlos León. A orde das primeiras cousas 2014-2015. Mark Ritchie, cortesía del CGAC
¿Cómo resolvió este enfrentamiento? Precisamente sin enfrentarse. No enfrentó su arquitectura a Santiago. El CGAC es una pieza de dos alturas, a veces tan alta como tres, que no se agacha ante la historia pero tampoco la mira por encima del hombro. Dialoga con el Casco y con el convento de San Domingos en un idioma conocido por todos, el del granito; pero vocalizado con palabras nuevas. No hay ventanas convencionales sino paños ciegos y volúmenes quebrados, huecos que sobresalen y una pared que desciende por el testero del acceso pero no toca el suelo. Cae sobre una viga de acero a apenas un metro de la escalera que es pretil y pavimento. Una tapia que flota. Siza no imita, Siza reinterpreta en orgullosa demostración de respeto.
Pero el edificio del CGAC no es solo una conversación entre lo antiguo y lo nuevo. Porque Siza es un convencido y convincente generador de complejidad, que no complicación. No hay en el museo ningún alarde estructural, ningún desafío constructivo y ningún artificio imposible. Todo se organiza con la sencillez de un juego. Y sin embargo, el espacio es una sucesión de maclas de aire y volúmenes ensamblados como lo harían los engranajes de un reloj en un mecanismo tan intrincado como preciso. En esencia son dos pastillas alargadas que se encuentran en el vértice, alimentadas a lo largo de una escalera central. Pero el espacio del CGAC es mucho más que la esencia. Porque no se puede destilar lo que solo se comprende como una agregado y una yuxtaposición. Como un cruce de espacios.
Desde el propio vestíbulo que se abre bajo la escalera que se descuelga en un hueco que diluye paredes y barandillas. Hasta la pasarela inaccesible de la última sala de la última planta que desemboca en otro prisma truncado que es cubierta y es azotea y es sala de exposiciones. Desde el forjado inclinado del salón de actos al que se accede por unos peldaños breves que subimos para luego bajar para luego volver a subir. Hasta los anti-lucernarios, que son mesas colgadas, invertidas, ingeniosos artefactos difusores de la luz natural y, por tanto, protectores de la pieza artística. Desde la tronera sobre la librería hasta algo tan mundano como los rodapiés.
Todo lo que no entendió la Cidade da Cultura se manifiesta con naturalidad en el CGAC. Porque, en una ciudad tan cargada de significados históricos y culturales como Santiago, Siza decide añadir algunos más en capas y capas de contenido. Por eso, hasta los rodapiés no son piezas mundanas, son listones de chapa embebidos bajo cada muro y cada tabique, remetidos un centímetro de la línea de la pared. Solo un centímetro. Lo suficiente como para que casi nunca veamos el encuentro entre el plano vertical y el horizontal. Entre la tapia y el suelo.
Con todo, Siza no necesitó palabras grandilocuentes ni exposiciones poéticas para condensar el edificio en una frase: -(...)la entrada está en zigzag, va subiendo y termina en la azotea-. Exacto: el indefinible CGAC es un lugar que solo se comprende cuando se recorre. Es un paseo fragmentado, una promenade architecturale quebrada a través de la piedra, el espacio y los objetos de arte. Es tiempo en trayecto.
Es un camino.