
Por Albert Girbal*
Son ya muchas las voces autorizadas que claman por poner de nuevo el acento de la economía estatal en el sector industrial como fuente estable de generación de riqueza y de ocupación. Sin embargo, nuestro país lleva años dando la espalda a la industria y apostando por otras economías donde muy a menudo la riqueza que se genera acaba muy lejos de nuestras fronteras y donde la ocupación que se ofrece no suele ir más allá de la provisionalidad y de la precariedad.
La industria sigue sin estar en la agenda política e institucional y prueba de ello es que grandes infraestructuras como el famoso corredor ferroviario mediterráneo, básicas para el desarrollo de nuestra industria y para la exportación de sus productos, se siguen dilatando en el tiempo porque no se visualiza ni su urgencia ni su necesidad.
Este es un país donde se tiende a preferir aquello que parece que está más asociado a la modernidad -servicios, nuevas tecnologías...- que aquello otro que por su propia concepción asociamos a los conflictos laborales, medioambientales, urbanísticos o estéticos. Y no se trata de desmerecer a unos para favorecer a otros, sino de situar en el mismo nivel de empresas como las tecnológicas, aquella industria que en muchos casos tiene más de tecnología que esas propias empresas. Hoy, por mucho que nos pese, la industria no está de moda y la poca que queda ha quedado reducida al recuerdo de lo que pudo haber sido y no fue. Aún y así, hay casos que merecerían un mayor seguimiento para comprender lo que supone o lo que debería suponer la industria en nuestro país.
Un ejemplo de las percepciones erróneas sobre la industria lo vemos en el caso de la minería de la sal y la potasa en España, concentrada en la comarca del Bages, en el centro de Cataluña. Se trata de una actividad con cien años de historia y, como todas, con una mochila cargada de déficits que coincide con esa imagen generalizada de la minería y con los tópicos de siempre, aquellas fotografías de suciedad, de blanco y negro, de riesgos, de víctimas, de malas condiciones.
Ese es el error, la industria minera actual nada tiene que ver con aquella que todos tenemos en la cabeza. Se trata de una actividad moderna, avanzada tecnológicamente y que camina hacia la sostenibilidad cien por cien que significa nada más y nada menos que la producción de cero residuos. Una industria que genera 4.000 puestos de trabajo, muchos de ellos de alta formación y preparación, y que promueve un proyecto de desarrollo en el cual ya se llevan invertidos casi 400 millones de euros y donde se incluyen, entre otras cosas, las plantas de producción de sal industrial más pura del mundo o el liderazgo a nivel europeo, de la creación y el desarrollo del futuro vagón de mercancías a granel. La minería de la sal y de la potasa nada tiene que ver con aquella otra minería del carbón, por poner un ejemplo, donde las condiciones y la propia actividad conllevan otros riesgos y donde los procesos de modernización han sido y están siendo más lentos.
Proyectos como el de esa industria de la sal y de la potasa deberían ser el ejemplo de lo que el sector industrial puede hacer por nuestro país: empleo, exportación, estabilidad social, implicación con el entorno, compromiso medioambiental, desarrollo tecnológico, talento, modernización y un gran motor económico. Pero en cambio, Administraciones y líderes sociales y económicos se muestran reticentes a facilitar ese desarrollo. Hoy mismo esa industria minera ve peligrar su continuidad por la falta de un marco regulatorio y de decisiones valientes y administrativas que permitan a esa minería seguir avanzando en su camino hacia la consolidación, la expansión y la plena sostenibilidad.
Hace cien años, cuando se descubrieron los yacimientos de potasa, un periódico de la época titulaba en portada "El oro de Catalunya", una clara percepción de la riqueza que suponía poder disponer de dos grandes recursos naturales básicos. Esa misma percepción se ha ido diluyendo con el tiempo y probablemente hemos perdido la consciencia de lo que supone disponer del principal abono natural para la agricultura a nivel mundial, como es el caso de la potasa, y de un producto esencial y básico para la industria química, como es la sal, con 14.000 aplicaciones industriales. No somos conscientes de la oportunidad que perdemos no apostando claramente por esas iniciativas económicas, facilitando con las medidas necesarias su expansión y su desarrollo.
Nos sigue resultando más fácil poner la alfombra roja a esas nuevas economías que para implantarse en nuestro país siempre suelen poner muchísimas condiciones, la mayoría de ellas vinculadas a las ayudas económicas de Administraciones Públicas. Sin olvidar que esas otras iniciativas en el momento que encuentran ubicaciones más favorables, desparecen de hoy para mañana, dejando atrás un rastro de pérdidas y de desaparición de puestos de trabajo.
Podemos pasar muchos más años reclamando la necesidad de volver a poner a la industria delante de nuestra economía, pero si administraciones y poderes públicos no siguen en esa apuesta, podemos llegar a perder ejemplos como el de la minería de la sal y la potasa, una industria que jamás se podrá deslocalizar, pero que puede desaparecer si no facilitamos su desarrollo, creando marcos normativos y legislativos que protejan e impulsen su actividad, sin que ello suponga ningún coste económico para la economía pública.
Es el momento de tomar decisiones decididas y valientes a favor de esa nueva industria, de perder el miedo a que nos puedan asociar al concepto de desarrollo industrial, como si ese concepto no llevara incluidos los avances tecnológicos, la investigación, la innovación o la defensa del medio ambiente. O apostamos o no apostamos por la industria, pero tampoco vamos a tener muchas otras oportunidades para ello.
*Es ingeniero industrial