
Como cada curso por estas fechas se ponen de actualidad las evaluaciones externas en nuestro sistema educativo. En este caso, siguiendo el calendario de implantación de la LOMCE, les toca a las evaluaciones de 3º de Primaria. El Ministerio ya ha hecho público el marco general de esta prueba (realizado conjuntamente con 14 administraciones educativas, el INEE y el IEA) que pretende evaluar con carácter diagnóstico a todos los estudiantes de 3º de Primaria del sistema.
Esta evaluación es sólo la primera de una tendencia política peligrosa si se desarrolla completamente. A las de 3º de Primaria, le seguirán las de 6º, 4º de ESO y 2º de Bachillerato, estas dos últimas controladas por el Ministerio y cuya superación es requisito indispensable para la obtención del Título. Además, las CCAA son competentes para desarrollar otras evaluaciones de carácter diagnóstico en su territorio, lo que en la práctica suele suponer dos evaluaciones adicionales, una en Primaria y otra en Secundaria, variando el curso según la Comunidad. Sumando a las anteriores las evaluaciones, de carácter muestral (¡menos mal!) como PISA, TIMMS, PIRLS, etc., estaríamos hablando de que un estudiante puede ser sometido a siete u ocho evaluaciones externas en doce años de escolaridad.
El panorama en un principio no debería suponer un escenario negativo, pues la evaluación externa no es mala per se; sin embargo, tal y como está prevista la implantación de estas pruebas, suponen un gasto adicional difícil de estimar puesto que no estamos hablando sólo del gasto económico que arrastra el diseño, implementación, análisis y difusión de resultados, estamos hablando de los recursos humanos invertidos, el tiempo dedicado (en un calendario escolar desbordado) y algo mucho más peligroso: la deriva pedagógica y social. Si ya tenemos aceptado que el modelo educativo prevalente en los países desarrollados es un modelo economicista, este tipo de pruebas nos llevan a la radicalización del modelo.
Retomando las pruebas de 3º de Primaria, éstas están diseñadas únicamente para la evaluación de la competencia matemática y lingüística, olvidándose así del resto de competencias clave. Si tenemos en cuenta que ?sólo importa lo que se evalúa?, se está promoviendo un desarrollo incompleto y sesgado de la persona, lejos del desarrollo integral que se defiende en la propia Ley. Además, la difusión de los resultados, aunque ahora dicen que no serán públicos (también lo decía Madrid con las pruebas CDI), lo acabarán siendo y servirán para el establecimiento de rankings que sólo fomentan la competitividad entre centros y se olvidan del desarrollo integral de sus estudiantes.
En definitiva, la evaluación es política y el modelo que se esconde detrás de estas evaluaciones es un modelo promotor de la desigualdad e inequidad en un sistema que necesita justamente lo contrario. Debemos preguntarnos si tiene sentido continuar con el desarrollo de una ley que nació con la oposición de toda la comunidad educativa y mantiene pulsos constantes con las Administraciones.