En España, los distintos Parlamentos no son protagonistas en la elaboración de los presupuestos.
No se puede negar a los antiguos próceres que redactaron las primeras constituciones su perspicacia y capacidad para trenzar los mimbres de los presupuestos generales del Estado y del procedimiento para su aprobación. Basta asomarse a nuestra recientemente conmemorada Constitución de Cádiz de 1812 -a su artículo 341, entre otros- para ver allí establecidas las bases de los presupuestos aún de nuestros días: equilibrado reparto de competencias entre legislativo y ejecutivo, un solo presupuesto, en el que estuvieran todos los gastos y las contribuciones necesarias para llenarlos, la prohibición de gastar más de lo previsto, etc.
Este modelo estaba basado originariamente en una cierta preponderancia del legislativo como poder representativo sobre el ejecutivo. Algunos expertos hablan de que, desde un punto de vista histórico, podrían diferenciarse en la evolución de las instituciones presupuestarias tres etapas: una primera, en la que los parlamentos detentaban la supremacía; una segunda mucho más larga, en la que el ejecutivo fue adquiriendo el protagonismo a medida en que declinaba el del legislativo; y, finalmente, una tercera, que se estaría produciendo actualmente en algunos países desarrollados a través de fórmulas distintas -mayorías cualificadas, votación separada de ciertas magnitudes, nuevos instrumentos de control, etc.-, y en la que el parlamento vuelve a recuperar terreno y vuelve a representar un papel central en el procedimiento presupuestario.
La aproximación al panorama internacional permite observar que hay una coincidencia casi completa entre los países cuyos parlamentos han logrado revitalizar su papel en el procedimiento presupuestario y aquellos en los que ya se han promulgado normas para favorecer la transparencia fiscal y la responsabilidad de los gestores. En varios de ellos, además, hace ya de esto bastante más de una década.
Pero la cuestión tiene interés no sólo porque significa que el parlamento puede ejercer un mayor control sobre la ejecución del presupuesto, sino también porque tiene mayor participación en las fases iniciales del procedimiento presupuestario, con lo que podría decirse que el presupuesto se hace más representativo, lo que puede suponer, a su vez, una mayor adecuación entre los intereses de quienes sufragan los ingresos y los de quienes deciden los gastos.
No sería aventurado situar al conjunto de España todavía en la segunda fase de esa evolución, en la que ni las Cortes ni los parlamentos autonómicos han conseguido aún ser los protagonistas del procedimiento presupuestario.
Y no digamos nada de las Entidades Locales, en las que los presupuestos aprobados por el Pleno sufren modificaciones en algunos casos superiores al 100 por cien de sus previsiones, habiendo ejercicios en los que la media de modificaciones presupuestarias en las Diputaciones, por ejemplo, alcanza el 40 por ciento.
Por no hablar de previsiones de ingresos sobrevaloradas sistemáticamente o de deficiencias graves en el procedimiento de rendición de las cuentas. Por tanto, respecto a algunos subsectores del sector público, cabría decir que vivimos en una etapa preconstitucional.
El asunto merece una profunda revisión para hacer posible la transparencia en sus niveles más primarios. No obstante, conseguir mejorar el papel de los parlamentos y de los plenos, especialmente, pero no solo, de estos últimos, que es donde se producen los períodos de permanencia de una misma orientación política más largos, también debe ser un objetivo prioritario.
No vaya a ser que las contribuciones las paguemos todos, al menos en teoría, pero el gasto y las inversiones se hagan a la larga a favor principalmente de sectores más o menos amplios de la sociedad.