Algunas instituciones están sometidas a un letargo en el que no pueden cumplir sus objetivos por carencias técnicas o de medios. Como los entes de fiscalización.
Cada vez es mayor el número de los economistas que se pronuncian sobre la influencia del entorno institucional en el grado de desarrollo económico (discurso de ingreso en la Real Academia Española del profesor José B. Terceiro Lomba en noviembre pasado). Es probable que esta orientación experimente un crecimiento puramente espontáneo, pero también es posible que su expansión en nuestro país obedezca a una reacción ante las circunstancias. Siempre he abrigado la duda de dónde cabe situar el origen: si una sociedad desarrollada lo es porque cuenta con buenas instituciones o si, en cambio, tiene buenas instituciones porque está desarrollada.
Aún inclinándome algo más por esta segunda opción -ya se sabe que la democracia es cara-, lo cierto es que a España, incluso en los momentos de mayor boyantía económica, siempre le ha faltado un pelín de ambas cosas: desarrollo económico y entorno institucional.
Actualmente, parece necesario hacer reformas y sería de esperar que alguien tomara de verdad la iniciativa y, por lo menos, se comprometiera a elaborar un plan de las reformas institucionales que considerase necesarias y el calendario en que pueden llevarse a cabo. Es cierto que ya ha habido pronunciamientos pesimistas sobre lo que cabe esperar de muchos de nuestros políticos y, de hecho, alguna de las respuestas que éstos vienen ofreciendo desde sus distintas posiciones no es más que un parcheo de lo ya existente bajo el manto de la palabra transparencia. La transparencia, donde la hay, más parece un resultado del funcionamiento regular de las instituciones que el efecto de una decisión legislativa. Por aquí habrá que seguir esperando.
Por otra parte, muchas instituciones están sometidas a un estado parecido al letargo, bajo el cual simplemente pueden manifestar en ocasiones que sobreviven, pero no pueden cumplir sus objetivos satisfactoriamente de manera continua porque carecen de los instrumentos técnicos que serían necesarios y de los medios para ponerlos en funcionamiento. Así, hay casi unanimidad en que han fallado los controles, todos los controles, incluyendo lógicamente los que tienen la función de controlar la aplicación de los fondos públicos. La pregunta es si puede suceder de otra forma; y ocupémonos hoy sólo de los medios.
Pongamos el ejemplo del Tribunal de Cuentas del Estado. En 1973, con unos Presupuestos Generales del Estado de aproximadamente 2.850 millones de euros (474.283 millones de pesetas), se gastaban en el Tribunal de Cuentas, llamado entonces del Reino, 0,40 millones de euros (casi 66,6 millones de pesetas), es decir, el 0,0140 por ciento del total presupuestado o, si se quiere de otro modo, 140 por cada millón de ? presupuestado. Las comparaciones son odiosas, más en este caso en el que, además de las reservas derivadas de situaciones económicas muy distintas, hay que distanciarse incluso de los números, en cuanto pudieron representar de oprobioso. Pero el hecho es que los PGE de 2013 prevén unos gastos de 345.445 millones de (intraducibles a pesetas) y dotan al Tribunal de Cuentas estatal de 61,3 millones de euros.
En los años que median entre aquella y esta fecha se ha pasado, con algunos altibajos, del 0,0140 por ciento de los gastos presupuestados al 0,0176 por ciento, es decir, hoy estamos en 176 euros de gasto en control externo del Tribunal por cada millón presupuestado, 36 euros más que en 1973. Algunos pensarán que, para lo que hacen, es mucho. Idea ésta que también deben compartir los que establecen esas previsiones presupuestarias.
A mi modo de ver, es muy poco, sobre todo si salvadas también todas la reservas que son del caso y sin irnos muy lejos, se compara la cifra con lo que se gasta en Francia con el mismo objetivo, que es el casi el doble, y en Italia, donde es el triple.