Por Juan J. Negro. Profesor de Investigación del CSIC. Exdirector de la Estación Biológica de Doñana
Este año tan redondo, el 20-20, el Parque Nacional de Doñana cumplirá 51 años desde su declaración por Decreto, en 1969. Un aniversario tan bueno como otro cualquiera. Pero hablando de edades, lo importante es preguntarse si Doñana envejece o si disfruta de un elixir de eterna juventud. La respuesta es que el primer Parque Nacional andaluz, y el único durante décadas, está razonablemente en forma y es hoy un emblema de la conservación y la investigación medioambientales en España y en Europa. El secular y nobiliario coto de caza de la Casa de Medina Sidonia, el preferido del Rey Alfonso XIII para abatir ciervos y jabalíes en el primer tercio del siglo XX, ha devenido en lugar Patrimonio de la Humanidad por sus valores ambientales, es Reserva de la Biosfera por la inseparable unión entre naturaleza y actividades humanas, y la caza que se practica en su interior en el siglo XXI solo es la fotográfica. Es también el único Parque Nacional de la red estatal que cuenta dentro de sus límites con una Estación Biológica y Reserva Científica para realizar seguimientos de procesos naturales e investigaciones ecológicas.
Doñana mantiene los valores que la hicieron acreedora de los máximos reconocimientos y grado de protección de los que goza actualmente. Sus paisajes con cordones de dunas litorales, bosques de pinos, lagunas y marismas, aguantan el paso del tiempo y, aunque mermados en extensión, son perfectamente reconocibles. Aún sobreviven águilas imperiales y linces, únicos en el mundo, regentando territorios con vistas al mar. Solo se ha producido una extinción digna de reseñar desde la declaración del Parque: la del torillo andaluz, singular ave del tamaño de una codorniz, que tuvo en Doñana su última morada europea, antes de desaparecer sin dejar rastro en 1981. Eso si no contamos el parásito causante de la malaria, felizmente erradicada en 1964.
El río Guadalquivir, que limita Doñana, la ha dotado de una historia de vikingos, piratas esclavistas, circunnavegantes planetarios, samurais en misión de paz, y más recientemente, fabricantes de caviar, anguleros ilegales y narcotraficantes. Pero también de criadores de ganados marismeños cuyos ancestros embarcados en carabelas y galeones poblaron el Nuevo Mundo: los caballos de las retuertas y las vacas mostrencas, que aún mantienen pequeñas poblaciones en el parque. Doñana, con el negligente incendio del año 2017 ya casi olvidado, afronta fuerte el futuro con retos que no son sólo suyos: hablamos del globalizado cambio climático y la pronosticada subida del nivel mar, que anegaría su marisma antes de fin de siglo. Esa amenaza empequeñece las tensiones del presente: depósitos gasísticos, dragado del río, minería en la cabecera del parque, sobreexplotación de acuíferos por una agricultura intensiva. Y al que crea que un parque nacional es un freno para el progreso de las poblaciones de su entorno, conviene recordarle que el río de inversiones generado por los Planes de Desarrollo Sostenible del Área de Doñana ha dejado más millones de fondos europeos que muchos gordos de navidad juntos.