
Puede que la idea de que son las personalidades fuertes y magnéticas las que mueven la historia sea demasiado irresistible para quienes desean construir un relato de la vida de esos personajes que sea atractivo para los consumidores, pero lo cierto es que el papel que los individuos ejercen a escala global es casi siempre secundario, y 'genios' como Steve Jobs o Elon Musk no son una excepción a esa regla.
La prestigiosa MIT Techonolgy Review publica esta semana un extenso reportaje en este sentido, que ataca la idea de que sin ambos gurús nuestras vidas serían muy distintas y que, sin ocultar sus numerosos méritos, sostiene que los retratos legendarios, que elevan a algunos empresarios a la categoría de semidioses no sólo son parciales e incompletos, sino que además contribuyen a ofuscar el desarrollo de nuevas innovaciones.
Los ejemplos abundan. Elon Musk, impulsor entre otras empresas de Tesla, no podría haber sacado adelante la prestigiosa fabricante de coches eléctricos y baterías para el hogar -que en todo caso es una máquina de perder dinero y se sostiene básicamente gracias a la velocidad a la que se expande su atractivo entre los inversores-, si no fuese por las subvenciones públicas destinadas a apoyar el desarrrollo de estos vehículos o la mejora de la eficiencia de los paneles solares -entre otras-, y que hasta la fecha suman cerca de 5.000 millones de dólares sólo en Estados Unidos.
Lo mismo ocurre con otra de sus hijas, SpaceX, que aprovecha décadas de investigación financiada por el sector público para intentar desarrollar no tanto una nueva tecnología, como una manera de convertir en un negocio privado lo que antes era inversión estatal.
Siete años después de conseguir un contrato de la NASA por valor de 1.600 millones de dólares para llevar cargamento hasta la Estación Espacial Internacional, su única actividad en el mercado sigue siendo la de prestar servicio a esa agencia enteramente pública, y sus avances tecnológicos han sido escasos y poco relevantes.
Un cuidado márketing
Como es obvio, el éxito de Musk no es fruto de la casualidad: desde la fundación de PayPal, este emprendedor ha demostrado energía y talento a raudales, y un enorme olfato para los negocios.
Sin embargo, es ya un lugar común describir a Musk recurriendo al cliché del creador revolucionario, imagen que está lejos de la realidad. Así lo revela una biografía firmada por Ashlee Vance, que le describe como un emprendedor compulsivo, pero también como alguien poco dispuesto a reconocer a sus empleados la autoría de los avances científico-técnicos y caracterizado por ser iracundo y poco comprensivo (verbigracia: despidió a la que había sido su asistente personal durante 12 años en el instante en el que ella le solicitó un aumento de sueldo).
Algo parecido ocurre con Steve Jobs, merecedor de incontables alabanzas por su papel temprano en el desarrollo de Apple y Pixar, pero que en realidad sólo fue elevado a los altares del imaginario popular tras el éxito comercial del iPhone, cuyo mérito reside prácticamente de manera exclusiva en aglutinar -haciéndolas accesibles y atractivas- varias tecnologías que ya existían y que son el resultado fundamental (Internet, el sistema GPS...) de inversiones milmillonarias sostenidas durante décadas por el sector público estadounidense.
Culto al líder
Por supuesto, el campo de juego al que Jobs y Musk saltaron en su momento estaba nivelado y fueron ellos -y no otros- quienes aprovecharon primero y de forma decisiva la oportunidad que les brindaba el mercado.
El problema es que al convertirlos sin crítica en figuras de culto, se podría estar mandando el mensaje equivocado a las escuelas de negocios y de ingeniería de medio mundo.
No se trata sólo de que la irascibilidad y la irreflexión del magnate que despide sin piedad a sus más estrechos colaboradores sean gestos opuestos a la cultura igualitaria e informal en la que han nacido buena parte de las startups americanas, y que se resume geográficamente en el contenedor genérico que es Silicon Valley.
Tampoco resulta ser el principal problema el que las corporaciones basadas en esa cultura ultrapiramidal -en las que el líder es insustituible como lo sería un dictador norcoreano- sean las menos dispuestas a apoyar proyectos de investigación fuera de sus paredes, las más propensas a esconder sus propios resultados tras un muro infranqueable levantado con patentes y cementado en el secreto industrial, y a utilizar de forma creciente complejos sistemas de elusión fiscal para minimizar la parte de beneficio que devuelven a la sociedad en forma de impuestos.
El peor efecto de convertir en superhéroes a personas con indudable talento, como son Elon Musk o Steve Jobs, es que su ejemplo funciona para las nuevas generaciones como un espejo defectuoso, que distorsiona la imagen percibida de cuáles son las cualidades que son necesarias para el progreso científico y técnico, y que minimiza para el gran público el papel que instituciones como las universidades o las agencias públicas de investigación tienen en él, erosionando así su futuro.