Opinión

La conectividad, la palanca invisible del progreso

  • Hoy en día, más del 80% de la superficie del planeta sigue sin cobertura de red
  • En los últimos años han surgido iniciativas que buscan cubrir esta necesidad: desde redes comunitarias como The Things Network, hasta proyectos descentralizados como Helium
IoT: la última revolución tecnológica a la que nos enfrentamos
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Cuando pensamos en los grandes inventos que han transformado el rumbo de la humanidad, solemos citar ejemplos como el fuego, la rueda o la imprenta. Sin embargo, hay uno que, aunque más reciente, cambió radicalmente la forma en que producimos, nos movemos y nos comunicamos: la máquina de vapor. Su verdadero valor no se encontraba en la propia innovación técnica, sino en el impacto que se generó en la sociedad de aquel momento. Dio lugar al ferrocarril, conectó territorios y asentó las bases de lo que décadas más tarde conoceríamos como globalización.

Hoy nos encontramos ante una nueva revolución tecnológica, donde uno de sus pilares (no el único) es el Internet de las Cosas (IoT), una tecnología que está transformando sectores clave como la industria, la agricultura, la logística o la gestión ambiental. El IoT permite monitorizar entornos físicos mediante sensores, recoger datos en tiempo real y convertir esa información en decisiones más inteligentes. Nos promete un mundo más eficiente, más sostenible y mejor conectado.

No obstante, este futuro aún está lejos de ser una realidad a nivel global. En el Día Internacional del IoT, conviene recordar un dato tan relevante como sorprendente: más del 80% de la superficie del planeta sigue sin cobertura de red. Esto supone una barrera para impulsar el despliegue de soluciones tecnológicas en entornos rurales, marítimos o forestales, precisamente donde más se necesitan para responder a desafíos globales como el cambio climático, la seguridad alimentaria o la gestión eficiente de recursos.

Porque el IoT no es simplemente una tecnología de esta revolución que apuntamos. Es una infraestructura digital esencial sobre la que se construirá buena parte del desarrollo económico, social e industrial del siglo XXI. Pero su potencial no depende solo de instalar sensores o recolectar datos. El verdadero valor del IoT aparece cuando esos datos pueden ser transportados, procesados y convertidos en conocimiento útil. Es aquí donde cobra relevancia el modelo DIKW: Data, Information, Knowledge, Wilson. Una secuencia que nos recuerda que los datos, por sí solos, no significan nada si no se transforman en decisiones más sabias.

Un sensor puede medir la humedad del suelo en una zona agrícola remota, pero si ese dato no llega a quien debe tomar una decisión, si no se integra en un sistema de análisis y no genera un conocimiento útil sobre los ciclos de riego, estaremos desperdiciando su potencial. Y ese desperdicio no es solo técnico: es económico, medioambiental y social. Para que esta transformación sea posible, necesitamos una infraestructura de transporte de datos que esté a la altura. En el siglo XIX fueron las vías del tren; hoy, hablamos de redes de comunicación resilientes, de bajo consumo, de largo alcance y cobertura global, capaces de conectar millones de dispositivos distribuidos por todo el planeta.

En los últimos años han surgido iniciativas que buscan cubrir esta necesidad: desde redes comunitarias como The Things Network, hasta proyectos descentralizados como Helium, o modelos híbridos que combinan infraestructura propia y compartida. Todas ellas han contribuido a cerrar, en parte, la brecha digital. Pero muchas de estas redes todavía tienen limitaciones geográficas, técnicas o de escalabilidad.

En este contexto, la tecnología satelital emerge como un factor disruptivo y complementario. Y es que los satélites permiten extender la cobertura de las redes terrestres tradicionales y utilizar tecnologías estándar como LoRa, especialmente diseñadas para IoT de bajo consumo. Con ello se logra el objetivo de cerrar la brecha de la conectividad y hacer que los datos puedan viajar incluso desde los entornos más remotos.

No se trata solo de eficiencia operativa. Se trata de sostenibilidad, resiliencia y equidad tecnológica. Cuando un sensor en un bosque detecta un incendio incipiente, cuando un sistema de riego se adapta automáticamente al clima en una zona árida, o cuando un contenedor marítimo envía su ubicación y estado en tiempo real, estamos viendo el verdadero impacto del IoT. Pero nada de eso es posible sin una red que permita al dato moverse.

La conectividad es, por tanto, el ferrocarril invisible de nuestra era. Y como en todas las revoluciones, quienes apuesten hoy por construir infraestructuras con visión de futuro serán quienes lideren el desarrollo del mañana. Es imprescindible que gobiernos, empresas tecnológicas y sectores estratégicos trabajen de manera coordinada para invertir en soluciones que permitan conectar lo desconectado, repensar los modelos de despliegue y garantizar que el IoT sea una herramienta de transformación universal, y no un privilegio reservado para unos pocos. Porque los datos no cambian el mundo. Lo cambia la sabiduría que logramos extraer de ellos.

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