
Más allá de la rebaja del IRPF, la reforma de Montoro supondrá en algunos casos una tributación más elevada.
Tras obtener esta semana la aprobación del Congreso, la reforma fiscal del ministro Cristóbal Montoro se encuentra lista para entrar en vigor en 2015. El trámite parlamentario sólo ha supuesto retoques con respecto al proyecto presentado en junio pasado. En consecuencia, muchos de los puntos flacos detectados entonces, previsibles en una iniciativa legal de tanta amplitud, han permanecido y eso irá en perjuicio de su alcance real.
Puede decirse incluso que la reforma renquea en el que era su propósito medular: revertir el incremento generalizado de la tributación con el que el Gobierno de Mariano Rajoy inició la legislatura. Así, pese a la reducción a cinco de los tramos del IRPF y la bajada de los tipos marginales de este tributo directo, existen segmentos de renta (a partir de 100.000 euros) que, en 2016, aún pagarán más que en 2011.
Pero, además, la reforma contiene alzas de impuestos en el más estricto de los sentidos. Ése es el efecto de la supresión de los coeficientes que corrigen el efecto inflación en las plusvalías obtenidas por la venta de activos adquiridos antes de 1994. El pequeño inversor se cuenta también entre los perjudicados al no poder ya beneficiarse de la exención de los primeros 1.500 euros cobrados en concepto de dividendo.
Por mucho que la reforma haya reducido los asfixiantes gravámenes sobre el ahorro (cuyo tipo máximo llega al 27 por ciento), lo cierto es que el dividiendo se encuentra sometido ahora a una doble imposición en toda regla.
Si a lo anterior se suma la desaparición de deducciones como las derivadas de la cuenta ahorro empresa y por alquiler de vivienda habitual, lo cierto es que la gran reforma de Montoro queda por debajo de lo esperado.