
Cuando se llega a cierta edad, uno tiende a pensar durante largos periodos de tiempo, con un ojo en la historia y otro en el futuro deseado y esperanzador. Sin embargo, hace unos días fui incapaz de ofrecer una respuesta inequívoca a una pregunta muy sencilla: ¿cuándo será Alemania un país normal?
Respondí que, en un futuro próximo, Alemania no será un país normal por nuestro enorme y peculiar bagaje histórico, y por la posición central y dominante que ocupa nuestro país, tanto demográfica como económicamente, en un continente muy pequeño, articulado en un abanico multicolor de Estados soberanos.
Cada vez que los gobernantes, el Estado o los ciudadanos de un Estado central han demostrado debilidad, sus vecinos se han abierto paso desde la periferia hacia el centro. Sin embargo, cuando los soberanos o los Estados de Europa central han sido fuertes, o han creído serlo, han sido ellos los que han atacado a la periferia. Aunque el conocimiento y la memoria de las guerras medievales no se hayan borrado en absoluto de la conciencia pública, el recuerdo de la Segunda Guerra Mundial y la invasión alemana ocupa todavía un lugar dominante, si no latente.
Para nosotros, los alemanes, el dato decisivo es que todos nuestros vecinos y casi todos los judíos repartidos por el mundo recuerdan el Holocausto y las atrocidades cometidas en los países periféricos durante la invasión. Tal vez. No tenemos del todo claro si nuestros vecinos seguirán desconfiando de nosotros, pero las generaciones siguientes deben cargar con ese lastre.
La generación de hoy no olvida que el camino a la integración europea surgió en los años cincuenta, a raíz de la preocupación por el potencial alemán de futuro desarrollo. Dos factores llevaron a Churchill en 1946 a pedir a Francia la reconciliación con Alemania para fundar los Estados Unidos de Europa: la resistencia común frente a la amenaza de la URSS y la vinculación de Alemania en una unión más amplia.
Los líderes de Europa y EEUU (como George Marshall, Eisenhower, Kennedy, Churchill, Jean Monnet, Adenauer, De Gaulle, De Gasperi o Henri Spaak) no actuaron movidos por el euroidealismo, sino porque conocían bien la historia y entendieron la necesidad de poner fin a los conflictos entre la periferia y el centro alemán. Quien no comprenda ese motivo inicial de la integración de Europa desconoce ahora una premisa fundamental para la solución de esta crisis.
A lo largo de la historia de la República Federal Alemana, cuanto más aumentaba su poder económico, militar y político, más cuajaba la idea de la integración europea entre los líderes europeos como garantía contra la sed de poder de Alemania. La resistencia organizada por Thatcher, Mitterrand y Andreotti entre 1989 y 1990 contra la reunificación de Alemania nació del temor a que Alemania se volviese demasiado poderosa.
Desde entonces, he apoyado la integración y la inclusión de Alemania no por razones ideológicas, sino porque conozco los intereses estratégicos de mi nación. Mi acuerdo con Giscard d'Estaing abrió las puertas a un periodo de cooperación francoalemana y el fortalecimiento de la integración, continuado con éxito por Mitterrand y Kohl. Durante la misma fecha, entre 1950 o 1952 hasta 1990, la Comunidad Europea creció de 6 a 12 miembros.
El mundo ha cambiado
El mundo ha sufrido grandes cambios desde el tratado de Maastricht: la liberación del Este de Europa y el hundimiento de la URSS, el extraordinario ascenso de China y los demás países emergentes. La economía está globalizada y los actores de los mercados financieros han acumulado un poder incontrolable. Mientras, la población mundial llegará a los 9.000 millones en la primera mitad del siglo XXI, de los cuales sólo el 7 por ciento serán europeos.
Si miramos desde fuera, veremos que Alemania lleva toda una década causando motivos de preocupación. Se han levantado dudas razonables sobre la continuidad y fiabilidad de la política alemana, nacidas tanto de los errores de nuestros políticos como de la fortaleza económica del país.
Pero no somos lo bastante conscientes de que nuestra economía se integra firmemente en el mercado europeo y depende en gran parte de las tendencias globales. Por eso, nos espera una ralentización del crecimiento y las exportaciones. A la vez, presenciamos un desequilibrio en nuestro desarrollo, debido a los enormes excedentes comerciales y monetarios. Excedentes que desde hace años equivalen al 5 por ciento del PIB y son equiparables a los de China.
No los comprendemos del todo, porque ya no están representados en marcos, pero los políticos no tienen más remedio que tenerlos en cuenta. En realidad, todos nuestros excedentes son déficits de terceros. Los créditos que tenemos con otros son deudas para ellos. Manejamos unos desequilibrios peligrosos del comercio exterior que en una ocasión elevamos al ideal de ley. Y esa situación preocupa a nuestros socios. Las voces que se han levantado, sobre todo en EEUU, exigiendo que Alemania asuma un papel de líder en Europa sólo consiguen aumentar las sospechas de nuestros vecinos y reviven los fantasmas de un temible pasado.
El desarrollo económico y la crisis concurrente han vuelto a empujar a Alemania a un papel destacado. Junto con el presidente francés, la canciller Merkel lo ha aceptado, pero la preocupación por el poder alemán es creciente en varias capitales europeas. Esta vez no atañe a la fuerza política y militar, sino al dominio económico.
Si los alemanes nos dejamos seducir por el señuelo del liderazgo europeo, nos enfrentaremos a la oposición tajante de nuestros vecinos. La preocupación de la periferia por un centro demasiado poderoso no se hará esperar y las consecuencias previsibles serían nefastas para la UE. Podría provocar el aislamiento de Berlín.
El extraordinario esfuerzo de reconstrucción de las últimas décadas no ha sido sólo resultado de nuestra propia inventiva. Habría sido imposible sin la ayuda de las potencias vencedoras del bloque occidental en la Segunda Guerra Mundial, sin el ingreso en la CE y la OTAN, sin la apertura de Europa del Este y sin el fin de la dictadura comunista. Los alemanes tenemos muchos motivos para estar agradecidos y la obligación de corresponder con dignidad al apoyo recibido.
Alemania ha sido durante muchos años una contribuyente neta. Nos lo podíamos permitir y así lo hicimos desde la época de Adenauer. La actual clase política alemana no es lo bastante consciente de esa solidaridad, aunque hasta la fecha se haya dado por hecho. Lo mismo ocurre con el principio de subsidiariedad establecido en el Tratado de Lisboa: la Unión Europea debe asumir aquello que un Estado no pueda regular o superar por sí solo.
Adenauer valoró con acierto los intereses estratégicos a largo plazo pese a la división alemana. Todos sus sucesores (Brandt, Schmidt, Kohl y Schröder) han continuado con la política de integración. Independientemente de sus tácticas y preocupaciones políticas, nacionales o extranjeras, jamás han puesto en duda los intereses estratégicos a largo plazo.
Nos enfrentamos a una situación en la que varios miles de especuladores financieros americanos y un puñado de agencias de calificación han tomado a los Gobiernos de Europa de rehenes. No podemos esperar que Obama contrarreste esa dinámica. Si nadie más está dispuesto a actuar, tendremos que hacerlo los miembros de la eurozona.
El camino se describe en el artículo 20 del Tratado de Lisboa, que obliga a uno o más miembros de la UE a "reforzar su contribución". En todo caso, los países que adopten el euro deben promulgar leyes para sus mercados financieros internos, que tendrán repercusiones para toda la eurozona, incluida la distinción entre los bancos comerciales y los bancos de inversión y paralelos, la prohibición de las ventas a corto de acciones y el comercio de derivados sin el beneplácito previo de las autoridades de títulos y valores, y una limitación eficiente de los rendimientos de las agencias de calificaciones, que repercuten a la eurozona. Esas actividades no han estado sometidas a supervisión hasta ahora. Ha llegado la hora de oponerse a ese sistema.
Si los europeos demostramos la fortaleza y el coraje de imponer una regulación drástica del mercado financiero hasta su implementación, podremos empezar a pensar en convertirnos en una zona estable a medio plazo. Si fallamos, el peso de Europa seguirá cayendo, mientras el mundo se alinea con el eje Washington/Pekín.
Para el futuro inmediato de la eurozona, no hay duda de que debemos tomar los pasos mencionados hasta aquí, incluidos los fondos de ahorro estatal, los niveles máximos de préstamos y su control, una política económica y fiscal común, y una serie de reformas nacionales sobre impuestos, gasto público, política social y mercado laboral. La inexorabilidad de una deuda común también hará su aparición y los alemanes no podemos negarnos por cuestiones de egoísmo nacional.
Mientras tanto, no debemos propagar una política de deflación extrema para toda Europa. Delors tiene razón cuando dice que, además de la recuperación presupuestaria, debemos introducir y financiar nuevos proyectos de crecimiento económico. Sin crecimiento y sin empleo ningún país puede restaurar sus arcas.
Quien crea que Europa puede recuperarse sólo con recortes presupuestarios debería estudiar las repercusiones de la política deflacionaria de Heinrich Brüning en 1930-32, que causó la depresión y el desempleo insostenible que provocaron la caída de la primera democracia alemana.
Helmut Schmidt, economista y canciller alemán entre 1974 y 1982. También fue ministro de Finanzas, de Defensa y de Exteriores.