
De todas las imputaciones críticas al procés y a sus impulsores, la que mejor responde a los hechos es la de frivolidad. Han alentado los sentimientos de una parte de Cataluña obviando o minusvalorando a lo que se enfrentaban. Y más aún, sabiendo que carecían de una rotunda mayoría social explicitada en las instituciones, en la calle y en el devenir cotidiano.
Instalándose en una especie de espléndido aislamiento autista y pueril con respecto al resto de España. Cuando Puigdemont, cercado por los más inconscientes y alocados, renunció a la convocatoria de elecciones, facilitó a Rajoy y a su guardia pretoriana ideológico-política, la excusa para una acción que disfrazada de artículo 155, ponía fin de hecho y de derecho a una comunidad autónoma histórica. No quisieron darse cuenta -porque no les convenía- de que el adversario estaba dividido e inseguro, y en consecuencia ya vencido.
La desgraciada escena de unos senadores aplaudiendo la intervención manu militari de una de las administraciones del Estado, junto con la creciente ocupación de las calles por parte de las camadas negras, ponen en escena imágenes de nuestro más miserable pasado. Más preocupante que la decisión es la lógica que ella conlleva. A partir de ahora, la normalidad que se pretende sólo podrá aparentarse si la excepcionalidad se convierte en norma de conducta. Talleyrand (1754-1838) ya advertía que con las bayonetas todo es posible. Menos sentarse encima. El ucase gubernamental es también una advertencia a propios y extraños.
A quienes se enfrentan a su corrupción y a quienes con irresponsabilidad ética y política han jaleado la medida. ¿Qué reforma constitucional van a lograr? A no ser, claro está, que el futuro diseñado siga siendo el bipartito y los poderes económicos españoles y catalanes. Tsipras y Puigdemont son las últimas lecciones, para quien quiera tomarlas, de cómo la ligereza irresponsable y la falta de alianzas y estrategia no sirven para nada, salvo para molestar al Leviathan.