
En muchas ocasiones, quizás más de las deseadas, política y deporte caminan cogidas de la mano. Sentimientos, banderitas al viento, festejos. Amplios saludos a la afición. Rivalidades irreconciliables. Pasión. Sin abandonar la metáfora, se podría decir que estamos en año de mundial políticamente hablando y, como en la cancha, los contendientes calientan motores muy concentrados y tratan de poner orden en sus respectivos vestuarios. Imitando a esos boxeadores altivos, unos y otros comienzan a lanzarse improperios en una eterna precampaña previa al comienzo de la pelea.
La política española, muy deportista ella -quizás no muy deportiva-, suele reservar un sitio en el olimpo únicamente al vencedor, ampliando el reconocimiento a ese finalista derrotado que tendrá que jugar un partido de cuatro años para volver a disputar el trono perdido, siempre mucho más al límite que cuando le toca ganar. Sin embargo, en el arco parlamentario patrio, por historia y tradición, no se suele reservar ni siquiera un cajón del podio a los terceros porque nunca ha existido espacio en la memoria para las medallas de bronce. ¿Hasta ahora?
El año 2015 pronostica réplicas amplificadas de ese terremoto político llamado Podemos y el panorama heredado de las elecciones europeas de mayo amenaza con subvertir esta realidad. O al menos eso se asegura desde la grada, donde se agitan con insistencia las innumerables encuestas que adelantan una especie de empate técnico entre PP, PSOE y Podemos: "El bipartidismo está herido de muerte", "es el principio del fin", "el CIS no deja lugar a dudas", son los cánticos más repetidos. Pero, ¿sería posible que tres partidos se repartan equitativamente más de tres cuartas partes de los asientos del Congreso? ¿Caminamos hacia la sustitución de un bipartidismo por otro? ¿Se trata de un billete de ida a una más que insinuada gran coalición PP-PSOE al estilo de alguna que otra vetusta democracia europea? Solo las urnas tienen la respuesta. Lo que sí es cierto es que las tres formaciones que se disputarán el voto masivo en las generales -en principio- de noviembre tienen pánico a quedar descolgadas de la gran final. Y es que España, al menos políticamente hablando, no es país para terceros.
El martillo del juez D'Hondt
La queja se viene repitiendo con más intensidad que nunca desde que comenzó la crisis económica. Las corrientes críticas de vocación nacional, convertidas en una especie de eterno aspirante a la tercera vía con su cristalización en formaciones políticas, han comenzado a crecer como setas al calor de la decadencia de los dos grandes partidos dominantes. Y una máxima se empieza a imponer incluso en el sentir del electorado: La Ley d'Hont está obsoleta y el sistema electoral español no es "justo". Y al amparo de esta "injusticia", los partidos minoritarios navegan contra corriente, esgrimiendo recuentos y bramando por lo poco -o lo mucho en representatividad proporcional- que vale cada uno de sus votos.
Por eso, a pesar de que en el último aluvión de barómetros de intención de voto nos encontramos con un tercer queso -morado esta vez- más o menos de la misma dimensión que los clásicos azul y rojo, puede que ese reparto por porcentajes no tenga una traducción ni mucho menos exacta en el número de escaños. La culpable, como no, nuestra "imperfecta" ley electoral, hija de la transición, enemiga de lo disperso, amante de lo monolítico, simpatizante de los partidos nacionalistas pero, sobre todo, jardinera del bipartidismo. Eso sí, siempre recubierta de una película de proporcionalidad, según muchos expertos falsa.
La Ley d'Hondt mete la podadora principalmente en las circunscripciones menos pobladas, pero también, paradójicamente, de ellas proviene la sobrerrepresentación, ya que, independientemente de la población, se dan dos escaños como mínimo a cada provincia. Así, si Barcelona tiene un censo electoral de 4.027.998 personas que eligen a 31 diputados, esta provincia tiene un representante en el Congreso por cada 129.255 electores, mientras que en Guadalajara, con tres escaños y un censo de 179.538 personas, hay un escaño por cada 25.648 electores. En 42 de las 52 circunscripciones hay nueve o menos diputados en juego, con una media de seis, y en muchas de ellas el escaso número hace que normalmente la tercera formación no tenga oportunidad de escaño.
Ejemplo numérico
Por no entrar en explicaciones farragosas, acudiremos a un ejemplo práctico. Del total de 52 divisiones, la mitad de ellas (26) reparten 5, 4 y 3 escaños.
Teniendo en cuenta solamente estas circunscripciones, sobre un total de 400 votos, pasaría lo siguiente. Si los resultados fueran 110 votos para el vencedor (A), 109 para en segundo (B), 108 para el tercero (C), 43 para el cuarto (D) y 30 para el quinto (E), y si el tercero siempre quedara tercero (los partidos A y B siempre alternarían en primera y segunda posición), se daría el siguiente resultado en escaños:
Partido A: 40 diputados (2855 votos)
Partido B: 39 diputados (2839 votos)
Partido C: 26 diputados (2808 votos)
Partidos D y E (Sin representación)
Apenas un puñado de votos de diferencia, menos de 50, representan una diferencia de 14 diputados entre el partido vencedor y el tercero. Pero también quedaría a 13 del segundo. Esta es la fina línea que separa la gloria política y la importancia en la gestión del ostracismo parlamentario.
Un ejemplo real dentro de los muchos que han existido desde 1977. Quizás se trate del caso más invocado por ser el más paradigmático, pero conviene recordarlo. En las elecciones de 2008, IU, que se presentó a los comicios en coalición con ICV, consiguió el 3,81% de los votos en el conjunto del país, pero solo obtuvo el escaño de Gaspar Llamazares por Madrid, además del de Joan Herrera por Barcelona en representación de ICV. Mientras, ERC obtuvo el 1,17% de los votos en el conjunto del Estado, pero al conseguir porcentajes más elevados en las circunscripciones en las que se presentaba en Cataluña logró tres escaños (dos en Barcelona, con el 6,62%, y uno en Girona, con el 13,22% de los apoyos).
Rajoy e Iglesias, de la simbiosis electoral al 'coitus interruptus'
Los dirigentes de Podemos parecen levantarse cada día con muchas ganas de recordarle una cosa a la gente: su objetivo es ganar las elecciones. Y al que sale a la arena electoral con el convencimiento de que puede vencer poco le importa cambiar las reglas del juego. De hecho, desde Podemos no se ha hecho ni una sola referencia crítica a la -en otros momentos vilipendiada- Ley d'Hondt desde que se saben queridos y respetados por las encuestas. De hecho, su secretario general, Pablo Iglesias, ya ha ninguneado en varias ocasiones al líder de los socialistas, Pedro Sánchez, diciendo, por ejemplo, que su serie de televisión favorita es Perdidos. La meta de Podemos no es otra que ocupar el espacio del electorado de centro-izquierda. No en vano, según los datos de Metroscopia para El País, el partido de los círculos ya ha arrebatado el 31% de los electores que votaron al PSOE en 2011.
Pero si Iglesias y los suyos tratan de tomar posiciones entre el electorado de izquierdas para huir de la temida tercera posición y disputar el gobierno al PP, Mariano Rajoy y sus acólitos se empeñan en avivar la llama del miedo a Podemos para lograr su objetivo fundamental: movilizar a un electorado enfadado. En la reciente convención del Partido Popular en Madrid, hace apenas una semana y antes de la victoria de Syriza en Grecia, el presidente se empeñó en situar a Podemos -a los "nuevos comunistas", en palabras textuales- como la gran amenaza, en menoscabo del PSOE y con el claro objetivo de ahondar en la división del voto en la izquierda. Sin embargo, esta deriva parece no haber sentado muy bien en instituciones del Estado como la Corona, ni en los círculos económicos y financieros del país.
Por eso, el pasado martes, en prime time y con Pedro Piqueras en frente, Rajoy rectificó sus coqueteos con Podemos y volvió al redil del bipartidismo: "Donde hay mayor nivel de bienestar y riqueza gobiernan dos partidos", dijo el presidente, esta vez sin guiñar el ojo y en clara alusión al PSOE. En ese momento, Alexis Tsipras ya era primer ministro griego y el PASOK se lamía las heridas. No vaya a ser peor el remedio que la enfermedad.