
En algún momento habrá que planterse cómo ha sido posible que, al convocarse unas elecciones primarias para elegir al secretario general del PSOE, tan sólo se han presentado tres personas, dos de ellas en el entorno de los cuarenta años y con un currículum todavía por hacer, y la tercera perteneciente a la corriente minoritaria Izquierda Socialista. ¿Dónde estaban las personalidades de antaño, las que estuvieron en el Gobierno o en puestos públicos y/o privados de gran responsabilidad?
Sea como sea, el proceso selectivo ha sido ganado con brillantez por Pedro Sánchez, profesor de Estructura Económica, de 42 años -tres más de los que tenía Rodríguez Zapatero al ganar el XXXV Congreso del 2000-.
Los resultados de estas elecciones directas otorgan a Sánchez una autonomía mucho mayor de la que se pudo prever: ha obtenido casi el 50 por ciento de los votos, el 12 por ciento más que el siguiente en la competición, y con una participación del 66 por ciento de los militantes en pleno mes de julio. Con estas cifras, será muy difícil que alguien intente y consiga mediatizar al nuevo líder o convertirlo en rehén.
Por más que la colaboración entre Sánchez y la presidenta andaluza, Susana Díaz, no parezca meramente coyuntural sino estratégica. El nuevo secretario general del PSOE tiene de entrada dos cometidos que realizar: por una parte, integrar y unir el partido, condición sine qua non para recuperar la clientela socialista desengañada en los últimos años y atraer a las nuevas generaciones, y, por otra, recuperar el control del espacio político de babor, en el que actualmente comparte ubicación con Izquierda Plural y con Podemos.
Además, podría mencionarse una tercera misión, que es la de reconciliar a la opinión pública con el partido, después de la desafección que ha afectado a los actores del bipartidismo, en parte por la imparable corrupción, en parte también por la cerrazón y la endogamia de las organizaciones convencionales, totalmente impermeables y faltas de transparencia.
Primeros movimientos de Sánchez
Los primeros movimientos de Sánchez han estado orientados a promover la integración en el congreso de los días 26 y 27, de los que debería surgir una ejecutiva inobjetable. Y a marcar algunos hitos ideológicos que enclaven al PSOE inequívocamente en el territorio de la izquierda moderada -incluída alguna decisión errónea, como la de votar enEstrasburgo contra Juncker, pese al compromiso formal de la socialdemocracia europea-.
En esta tarea, que no será fácil, resultaría absurdo intentar competir con Podemos, que enarbola propuestas que no caben en el marco constitucional vigente, por lo que el PSOE deberá guardar las lógicas distancias, con respeto pero con firmeza. En este sentido espacial, Sánchez ha señalado a sus referentes: González y Renzi. El primero marcó el territorio del socialismo español.
Y el segundo está dibujando meritoriamente cuál debe ser el lugar del centro-izquierda en Europa, poniéndose de momento al frente de la reclamación de más flexibilidad para conseguir avanzar antes y más deprisa en la carrera del crecimiento. No se trata, por ahora, de reformar los Tratados, sino de imponer una interpretación progresista de Pacto de Estabilidad y Crecimiento, frente a la ortodoxia paralizante de Merkel en Alemania. Nada más lejos, en todo caso, de cualquier pretensión revolucionaria.
Recuperar la sintonía con la sociedad requiere, además del recurso permanente a las elecciones primarias, una apertura del partido. Sánchez ha ofrecido ya a los suyos asambleas abiertas, que no son, pese a lo que parece, concesiones al asamblearismo de Podemos, sino reuniones de los órganos ejecutivos con las bases para canalizar inquietudes, resolver dudas, efectuar propuestas, etc.
Además, tendrá que sugerir reformas del funcionamiento de los partidos: prohibición de donaciones privadas y un conjunto de medidas eficaces y realistas contra la corrupción, apertura de listas electorales -un designio complejo éste del que depende en buena medida la credibilidad del sistema representativo-, etc. Lo lógico sería que PP y PSOE convergieran en una nueva y revolucionaria Ley de Partidos que implantara plenamente la democracia interna y la transparencia más absoluta de las organizaciones partidarias.
Pedro Sánchez tiene, en fin, una tarea inmensa ante sí, en la que deberá conjugar la búsqueda de los orígenes -la incontaminación rousseauniana e ingenua anterior al pecado original- con la conquista de la más rabiosa modernidad. Del éxito o el fracaso del empeño dependerá que el PSOE detenga o no su declive, que a punto ha estado a arrojarlo a la irrelevancia.