La mayoría de los analistas nos equivocamos y la abdicación del Rey nos ha cogido totalmente por sorpresa. En efecto, la lógica política más primaria sugería que Don Juan Carlos, aparentemente recuperado de sus dolencias que limitaron años pasados su movilidad, trataría de congraciarse con la opinión pública e intentaría que su popularidad remontara, tras los tres sucesivos suspensos, y con nota muy baja, registrados por el CIS.
Además, parecía lógico pensar que querría dejar a su heredero, el Príncipe Felipe, la casa totalmente ordenada. Es decir, el juicio a Iñaki Urdangarín, su yerno, concluido, y las medidas encaminadas a lograr la plena transparencia de la institución, implementadas en su totalidad. Todos pensábamos en definitiva que el Rey "se comería el marrón" de la corrupción económica protagonizada por el esposo de la infanta Cristina.
El Rey, sin embargo, no ha hecho estos cálculos sino otros distintos, lo cual le honra: en su breve y bien medida alocución de apenas seis minutos ha venido a decir que los últimos acontecimientos -en especial la larga y profunda crisis- han permitido hacer un análisis autocrítico de nuestros errores y limitaciones y han engendrado un "impulso de renovación, de superación, de corregir errores y abrir camino a un futuro decididamente mejor".
Y en estas circunstancias, es lógico ceder el protagonismo a la generación siguiente que lo reclama. De la misma manera que también la Transición quedo en manos de los jóvenes, con él mismo a la cabeza.
Se da además el caso de que el Príncipe Felipe sí tiene un importante acervo de prestigio y credibilidad, según las encuestas. Lo que permite suponer que su profesionalidad ya contrastada le permitirá recuperar el aprecio social para la institución que encarna. Naturalmente, no poseerá el carisma de su progenitor pero sí está en condiciones de afirmar la Monarquía sobre bases menos subjetivas y más sólidas: su utilidad como elemento integrador y como factor de arbitraje y moderación del debate político.
Como es lógico y nada novedoso en Europa, la Monarquía tiene aquí adversarios, que al conocer la abdicación han empezado ya a reclamar un referéndum sobre la forma del Estado. Nada justificaría una medida así en este momento, cuando la Constitución mantiene plena vigencia, pero sí sería muy positivo que, tras las recientes convulsiones económicas y a modo de desenlace del problema catalán, la previsible reforma de la Constitución que habrá que acometer antes o después sirviera también para refrendar de nuevo lo que ya está escrito en letra de molde en nuestro ordenamiento jurídico democrático.