Política

El análisis | La hora de la despedida

Adolfo Suárez. EFE

La hora de la despedida suele ser, también, la de los elogios. La del olvido de las viejas rencillas. Llegó el momento de enterrar al finado y con él a sus defectos. Pero Adolfo Suárez no merece una despedida tan trillada, porque él fue un motor potente dentro de aquel navío y fue capaz de empujarlo desde un puerto muy deteriorado hasta alcanzar una orilla prometedora, la de la democracia, lo cual significaba volver a colocar a España en Europa y en el mundo.

Aquella generación de franquistas tardíos: Suárez, Martín Villa, Rosón... que ni habían hecho la guerra ni tenían agravio alguno que cobrarse, fue, por eso mismo, capaz de tender puentes con quienes provenían de la otra tradición, la de los vencidos para construir todos juntos, incluidos los liberales o los democristianos, un sistema político "normalizado".

Tengo para mí que aquella generación provenientes del régimen, fueran o no fueran franquistas, sintieran o disintieran del ideario falangista, estaban en las mejores condiciones para construir una España reconciliada y democrática. Una labor, sobre todo, patriótica que es preciso agradecer sin restricciones mentales. Fueron ellos quienes consiguieron que se aprobara en España -por primera vez- una Constitución sin exclusiones políticas. La Constitución de 1978 que algunos irresponsables pretenden impugnar ahora.

Los Pactos de la Moncloa

La primera vez que hablé con Suárez, fue con ocasión de los Pactos de la Moncloa. Felipe González me llevó de "asesor" a las reuniones de las cuales salieron esos Pactos. Acudí a la cita y al Palacio de la Moncloa vestido de una guisa que, cuando lo veo ahora por televisión en algún documental de la época, me produce vergüenza: un jersey verde-ciruela y pantalones de campana, entonces muy comunes y que, en verdad, resultan estéticamente detestables.

A media mañana, Suárez interrumpió la reunión para anunciar el asesinato a manos de ETA del Presidente de la Diputación de Guipúzcoa. Manuel Fraga, amigo del asesinado, perdió los nervios, soltando una soflama que Suárez, hábilmente, se encargó de atemperar. También Juan Ajuriaguerra, el veterano líder del PNV, se mostró muy afectado y salió de la sala durante un buen rato, supongo que para hablar con sus compañeros del País Vasco.

Suárez anunció poco después que durante la tarde nos abandonaría un rato, pues tenía que recibir al Almirante Massera, miembro de la Junta Militar argentina que, por entonces, asolaba aquel país. Pocos días antes, yo había recibido la noticia de que Emilio de Ipola, un filósofo argentino que yo había conocido en París en 1965 y reencontrado en Chile en 1973, había sido detenido por los militares en Buenos Aires y, tal y como estaban allí las cosas, era fácil predecir lo que le esperaba.

Emilio de Ipola

Nos dieron de comer sobre el terreno, es decir, pusieron un buffet, y con los platos sobre las mesillas del salón o sobre las rodillas fuimos dando cuenta de las lubinas que nos habían preparado. Le pedí a Felipe González que hablara con Suárez por ver si podía influir sobre Massera para que los militares soltaran a mi amigo. "Mejor hablas tú con él", me dijo. "Suárez es buena gente y te hará caso, ya lo verás". Me acerqué a Suárez y le expliqué la historia. Me pidió que le diera un papel con el nombre y prometió ocuparse de ello. Pocos días después los militares argentinos soltaron a Emilio de Ipola.

Desde luego, Adolfo Suárez fue algo más que un hombre simpático. Creía en su destino y estaba dispuesto a sacrificarse por él. Las escenas en las que aparece de pie, enfrentándose a Tejero en las Cortes, resumen, a mi juicio, mejor que cualquier discurso su catadura moral, la de seguir cumpliendo con su deber como presidente del gobierno aun después de haber dimitido y ya sólo a la espera de su sustitución formal.

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