
Está a punto de irse materialmente Adolfo Suárez, aunque en realidad ya nos había abandonado hace años, cuando dejó de reconocernos y de reconocerse, víctima de una de las más crueles enfermedades de nuestro tiempo. Fotogalería: momentos de una vida
Y su muerte, como todas las muertes relevantes, tiene la virtud de interrogar a su alrededor acerca del sentido de la vida que está a punto de extinguirse. Y no es desmesurado decir de él que fue el gran hacedor material del nuevo régimen, a través de un hábil proceso tramado junto al Rey que consiguió la aquiescencia a regañadientes de la declinante superestructura del franquismo, la aceptación un tanto escéptica de las incipientes fuerzas democráticas, y la complicidad entusiasta de una mayoría social relevante, que conectó a las mil maravillas con el personaje que encarnaba Suárez, un seductor profesional que utilizó todo su encanto y su gran intuición para conseguir lo que parecía imposible: la evolución pacífica y aparentemente sin solución de continuidad entre dictadura y democracia sin que los perjudicados se percataran de la ruptura real que se estaba produciendo y sin que los más exigentes hicieran naufragar el proyecto.
Adolfo Suárez fue en realidad un hallazgo del rey Juan Carlos. Suárez había sido un alto funcionario del partido único -llegó a ser ministro secretario general del Movimiento-, con suficiente visión del cambio que había que impulsar a la muerte del dictador y perfectamente desconocido del gran público.
Tras la desaparición de Franco, el 20 de noviembre de 1975, el Rey mantuvo unos meses a Arias Navarro en la presidencia del Gobierno para preparar el terreno a quien habría de encargarse de la gran transformación. Los hilos conspirativos del monarca y del propio Suárez consiguieron que el Consejo del Reino, órgano de la dictadura que debía proponer una terna al Rey, incluyera al joven Suárez en la propuesta, para que el jefe del Estado pudiera cumplir su designio.
El nombramiento fue recibido con gran estupor y con franca sorpresa. Uno de los hermeneutas políticos más influyentes de la época, el historiador Ricardo de la Cierva, saludó la llegada de Suárez a la jefatura del Gobierno con un clamoroso artículo en El País titulado "¡Qué error, qué inmenso error!". Pero el nombramiento no pudo ser más apropiado.
Suárez mostró una gran habilidad negociadora para conseguir que la ley para la Reforma Política, que cerraba la etapa franquista y abría el período constituyente, fuera votada en un llamativo harakiri por los mismos que firmaban así su certificado político de extinción. Para convencer al Ejército franquista de la necesidad de hacer evolucionar el modelo sociopolítico. Para persuadir a los partidos de izquierdas -al Partido Comunista de Santiago Carrillo y al PSOE de Felipe González- de que por aquella vía angosta podría construirse un régimen democrático homologable con los europeos.
Suárez, visionario, marcó los tiempos y los procedimientos con un ritmo frenético, y consiguió el éxito: en 1978 se aprobaba la nueva Constitución, que nos homologaba con el mundo occidental. Contó para ello con la mejor clase política que cabía imaginar, ya que buena parte de la sociedad civil puso pie a tierra para colaborar en aquella edificación vital.
No puede cerrarse esta necrológica doliente escrita con la precipitación de la urgencia que marca la impronta periodística sin resaltar que, además de sus valores políticos, Suárez fue un personaje entrañable, afectuoso, cabal, sensible a los problemas ajenos y resignado a quemarse personalmente en el desempeño inexorable de su destino. Como es conocido, Suárez, convertido en un secundario excéntrico y molesto cuando su gran obra había quedado concluida, dimitió de la presidencia del Gobierno en 1981, y se convirtió en el gran jubilado de oro de la política española, con la que nunca entroncó de nuevo de forma completa. Tuvo que resignarse a aceptar su condición de ex, vestigial e ingrata, aunque el pueblo llano nunca olvidó esa historia que, según Santayana, tendríamos que repetir si alguna vez llegáramos a olvidarla.
La muerte de Suárez representa, en fin, el acceso definitivo a las alacenas de la historia de aquella generación heroica que nos entregó el modelo de convivencia de que hoy disfrutamos. No tendría sentido dilapidarlo sin calibrar el esfuerzo que costó traerlo hasta aquí.