
El primer juicio contra Garzón, el celebrado a instancias de los abogados de la trama Gürtel por supuesta violación del derecho de defensa al haber decretado el juez la interceptación de las comunicaciones de los detenidos por el 'caso Gürtel' incluso las que mantuvieron con sus letrados, ha acabado con la carrera política del más famoso de los jueces estrella.
Once años de inhabilitación es la condena por un delito de prevaricación, dictada por unanimidad de los siete jueces de la Sala Segunda del Tribunal Supremo. La sentencia ya ha dado la vuelta al mundo, el prestigio de la democracia española se ha resentido, y en España muchos ciudadanos han incrementado su perplejidad y su desafección hacia las instituciones, en especial hacia las judiciales. Porque lo cierto, objetivamente, es que la primera condena dictada en el monstruoso 'caso Gürtel', una alianza mafiosa de delincuentes comunes y políticos, ha recaído sobre el juez que tuvo el valor de iniciar la instrucción del procedimiento correspondiente.
Los siete magistrados han asumido, en fin, la durísima ponencia redactada por Alberto Jorge Barreiro, y coinciden en culpabilizar al juez por la "laminación" de los derechos de defensa de los inculpados en la citada trama de corrupción. La sentencia llega a decir que Garzón habría "colocado a todo el proceso penal español, teóricamente dotado de las garantías constitucionales y legales propias de un Estado de Derecho contemporáneo, al nivel de sistemas políticos y procesales característicos de tiempos ya superados". También le atribuye "prácticas que en los tiempos actuales solo se encuentran en los regímenes totalitarios en los que todo se considera válido para obtener la información que interesa, o se supone que interesa, al Estado, prescindiendo de las mínimas garantías efectivas para los ciudadanos y convirtiendo de esta forma las previsiones constitucionales y legales sobre el particular en meras proclamaciones vacías de contenido".
Relativizar la sentencia
Los buenos abogados saben de la elasticidad del Derecho, y en este momento parece inútil intentar cualquier forma de contradicción de la contundente argumentación del Supremo. Pero hay más elementos en la causa que relativizan el aparente acierto del Tribunal al haber detectado con tanta perspicacia la supuesta extralimitación de un juez con respecto a unos vulgares y repulsivos delincuentes.
Porque, en efecto, el artículo 51.2 de la Ley General Penitenciaria que permite la intervención de las comunicaciones de los presos "por orden de la autoridad judicial y en supuestos de terrorismo". En una primera interpretación, las autoridades de Prisiones podían autorizar tales escuchas pero el Tribunal Constitucional, en el caso del abogado de etarras Txemi Gorostiza, interpretó que las escuchas sólo podían realizarse por orden de la autoridad judicial y en casos de terrorismo.
Pues bien: como reseñó hace días en un memorable artículo el periodista José Yoldi, durante la vista del juicio contra Garzón, la fiscal Pilar Valcárcel, en una brillante intervención favorable al magistrado, recordó ante el Tribunal que el juez de Sevilla que investigó el asesinato de la joven Marta del Castillo había ordenado en su momento la intervención de todas las comunicaciones entre los supuestos autores del crimen para tratar de averiguar el paradero del cuerpo de la muchacha. Es evidente que el asesinato es un delito grave, pero no se trata de terrorismo, y la medida ni siquiera trataba de prevenir una nueva acción delictiva.
¿El fallo de un juez es prevaricación?
La fiscal recordó también -seguía explicando Yoldi- que un juez de Madrid acordó las escuchas en prisión de todas las comunicaciones del abogado gallego Pablo Vioque, ya fallecido, que por aquellas fechas pagó 10.000 euros al narcotraficante Fredy Tratales para que contratase a unos sicarios que asesinaran al entonces fiscal jefe antidroga Javier Zaragoza. Una abogada contactaba en prisión con Vioque. En ese caso tampoco se trataba de un delito de terrorismo.
¿Habría habido también en estos casos delito de prevaricación, injustamente pasado por alto por el celo de la Justicia? ¿O, simplemente, hubo errores judiciales, prácticas impropias, que, como sucede con tanta frecuencia en los procesos judiciales, eran susceptibles de ser corregidas mediante los recursos ordinarios que garantizan los derechos de todas las partes? No siempre que un juez yerra o se excede ha de haber prevaricación.
En el caso de Garzón, un juez heterodoxo a juicio de muchos de sus compañeros, hay otro dato sorprendente que ayuda a enclavar las tres andanadas judiciales contra él: de las más de cincuenta querellas presentadas contra el magistrado a lo largo de su dilatada carrera política, sólo fueron admitidas a trámite las tres últimas. ¿Hay que creer que al final de su carrera Garzón acentuó la heterodoxia, o más bien hay que pensar que la corporación judicial, llegado a un punto y colmado determinado vaso, decidió simplemente darle un escarmiento?