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Una ceremonia repleta de ritos

El Rey entregó a Juan Marsé el premio Cervantes. En la Universidad de Alcalá, con la presencia de Rodríguez Zapatero, Esperanza Aguirre y la ministra de Cultura, el novelista del Guinardó brilló en un discurso sentimental en el que reivindicó la memoria de los años de plomo e incienso. Y atacó a la televisión y el cine.

Ceremonia repleta de ritos. Año a año, se repiten inconteniblemente. Solemnidad y academicismo. Pero con Juan Marsé (Barcelona, 1933) las distancias se diluyen y lo que queda es cercanía, naturalidad y un niño del Guinardó, un escritor de Gràcia, de posguerra y sus marginados, proletarios, sombras del pasado que seguían andando las calles.

Prohibido el catalán

"No me considero un intelectual, solamente un narrador", dijo. Y eso resume su discurso, un testimonio que cruzó la imaginación, la memoria, cómo se siente un escritor catalán que desde niño le han obligado a aprender en español solamente. De Grouchox Marx ,de Woody Allen y de Carmen Balcells.

Marsé rememoró aquellos años, a finales de los cuarenta, en el que además de aprendiz de joyero era, a la vez, aprendiz de escritor. Con un mismo prurito artesanal supo rápido, según confesó, que el "esmero del trabajo, el cuidado de la lengua, es la único condición moral del escritor". Y recordó primeras lecturas: Baroja, Conrad, Dickens, Balzac, Becquer, Rubén Darío. Y el 'Libro de la Selva' o 'Tarzán de los monos', antes de llegar al Quijote.

Leía en castellano, anómalamente, según confesó. Al negarle el temprano franquismo el catalán. Y, en un discurso pleno de homenajes, recordó cómo el niño de pocos años que fue no comprendía la "purga preventiva" que hizo su padre, que había estado preso por "rojo, separatista y republicano", al quemar su biblioteca en catalán.

Discurso de un escritor que "no es nada sin la imaginación, tampoco sin memoria": tanto recuerdas, tanto vales. Pero no exento de un agrio grito en contra de la televisión, que entonó con rabia. Esa televisión de "nefasta influencia cultural y educativa", que "no merece ser vista ni escuchada en la lengua que sea". Y el cine, claro. Aquel cine negro de los cuarenta, las aventuras de los cincuenta, un mundo fabuloso en la que el niño Marsé aprendió a ser "insorportablemente peliculero" y a sentir "la hipnosis ante cualquier género de fabulación". Un cine, un talento, de sesión doble de domingo, que ya no existe. Un cine que, como la Barcelona de la prima Montse, ya ha caducado.

Memoria histórica

Con ella trazó el hilo común de su discurso. Una memoria "hurtada, esquilmada y manipulada", que reverbera en cada una de sus novelas, como en 'El amante bilingüe' o en 'Rabos de lagartija'. Un escritor consciente de que "mis apellidos y mi vida podrían haber sido cualquier otros". Conrad, por ejemplo. Podría haber sido el escritor obrero que faltaba en el catálogo de su editorial de siempre, Seix Barral. "Un torrente de ficciones en la que caben todos los fracasos y todos los mitos de todas las salas de cine", que dijo Don Juan Carlos en un discurso que repasó la bibliografía, complemento del que la ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde, pronunció, -¿quién se lo ha escrito?- brillante confesión de una lectora entusiasmada.

Escritor de la derrota, de las calles del Guinardó, autodidacta, de un universo comprendido entre 'Si te dicen que caí' y 'Últimas tardes con Teresa'. Y es que todos sus personajes son un poco los herederos de Pijoaparte, aquel proletario enamoradizo que Marsé hizo nacer para siempre en aquella extraordinaria novela con la que inauguraba un camino original y subterráneo en la literatura española. Sí, todo eso y más.

Pero en el fondo Marsé reconoce, ante todo, "persistir en la búsqueda de algo que nunca he sabido definir pero que tiene que ver con alguna forma de belleza". Podría haber sido un escritor obrero, probablemente, pero fue, a cambio, un escritor universal. Ahí queda. Con esa foto junto al Rey con toda su familia, y sus nietos. Pero ya queda para la historia.

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