
El pasado martes, el Papa Francisco se dirigió al Parlamento Europeo con un mensaje de depurado contenido humanista. En él planteó una honda reflexión y una respetuosa llamada a una mayor acción de los dirigentes.
El pontífice evitó referirse, de forma directa, a temas religiosos. Jorge Bergoglio, descendiente de italianos, pronunció dos discursos densos, meticulosamente estudiados. Ante el Parlamento Europeo -donde 751 diputados representan a los 28 países miembros-, y el Consejo de Europa. En ambos, si bien destacó que hablaba como pastor, dejó claro que debe haber "una correcta relación entre religión y sociedad", recordando la importancia de la trascendencia, la centralidad del hombre y los valores cristianos.
El Papa removió los cimientos de una Europa "herida, cansada, pesimista, que se siente sitiada". Al atacar de manera directa sus males -un continente golpeado por una crisis económica gravísima, cada vez más secularizado e individualista- denunció la indiferencia ante las injusticias y la cultura del desperdicio. Sus palabras fueron enérgicas y críticas, sí, mas no difieren de los diagnósticos planteados desde varios círculos políticos, empresariales e intelectuales, tanto europeos como de otras regiones.
Nadie discute que la Unión Europea ha vivido un paulatino proceso de rigidez institucional, burocratización excesiva y repliegue en sus iniciativas globales. Un hecho agudizado por su pérdida de dinamismo económico y su menor capacidad de proyectar influencia y poder más allá de los confines de la Unión. La lenta reacción ante la intervención rusa en Ucrania es un claro ejemplo. Es un hecho que tras el proceso de ampliación de la UE y debido a una crisis económica de consecuencias dramáticas en Europa ha ido aumentando la desconfianza de los ciudadanos respecto a instituciones consideradas distantes, dedicadas a establecer reglas percibidas lejanas, incluso dañinas, a la sensibilidad de cada pueblo. Esa desconfianza, unida sobre todo a factores como la presión migratoria, ha incrementado el apoyo a partidos políticos de carácter excluyente y nacionalista en el continente.
En su visita a Estrasburgo, Francisco lanzó a los líderes de Europa el reto de acoger a los inmigrantes y a instrumentar políticas de empleo que devuelvan dignidad al trabajo. Y animó a sus más de 800 millones de habitantes a no tener miedo, ser creativos y trabajar para "redescubrir su alma buena". Es decir, una Europa que no gire en torno a la economía, sino a la centralidad del ser humano.
El Papa se centró en valores universales. Propuso partir de "la centralidad de la persona", unir su "dimensión individual" con la del bien común, hacer un adecuado balance entre derechos y deberes, reconstruir la confianza de los ciudadanos en las instituciones de la EU, alejarse de "una concepción uniformadora de la globalidad" y, en su lugar, honrar el objetivo de "unidad en la diversidad". Además, convocó a impulsar la educación y el trabajo dignos y a afrontar los desafíos migratorios desde dos perspectivas complementarias: el respeto a los inmigrantes y el impulso al desarrollo sociopolítico y la superación de conflictos en los países de los que proceden.
Ligó esos valores con una "conciencia cultural" europea cuyas múltiples fuentes provienen de Grecia y Roma, los ambientes celtas, germánicos y eslavos, y el cristianismo que los marcó profundamente.
Llamó a la acción común, una mayor apertura al mundo y a la esperanza. Lamentó la imagen un poco envejecida de una UE que es, sin embargo, más amplia e influyente en un mundo "menos eurocéntrico".
El Papa destacó la necesidad de que los europeos se redescubran para crecer, según el espíritu de sus Padres fundadores, en la paz y en la concordia. La idea de una Europa atemorizada y replegada sobre sí misma, debe abandonarse en favor de una UE protagonista, de mayor empuje económico, mayor innovación y una participación más activa en la política internacional.
¿Es posible ver en su alocución una -siquiera- lejana similitud con los discursos populistas que recorren Europa? Para algunos que han querido verlo así, es preciso recordar que a diferencia de los partidos populistas el Papa no busca votos.
Cumplió su papel con un discurso por encima de partidos, políticas y gobiernos destacando la importancia de una Europa unida, próspera, pacífica, comprometida con los hombres y el medio ambiente, la equidad y el desarrollo, ha sido y es esencial. Un enérgico alegato sin concesiones contra la opulencia y la indiferencia. Pero eso no es ni populismo ni fácil consigna antisistema. Lo que hizo fue, con una retórica transparente, pedir un compromiso por la reactivación de la esencia, los valores y el vigor de Europa.