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Broadway: sombras de una industria en auge

Teatro en Broadway donde se representa la obra de Disney,
Cada semana los teatros neoyorquinos recaudan 16 millones de dólares. Es 'big business'. Lo que falta por saber es dónde se perdió la magia. El espectáculo debe continuar. Y la verdad, siempre lo hace. Casi cinco años después del 11-S, la salud del teatro americano parece de hierro, apoyada en una demanda que no cede.

Una entrada en los meses anteriores a los atentados costaba de media 54,5 dólares. Hoy, conseguir una entrada para Wicked o Spamalot sí que obliga a rascarse el bolsillo de verdad: 75 dólares de media, que pueden llegar a 228 si se compra el asiento más caro. La consecuencia inmediata es que la industria recauda hoy a la semana 16,2 millones de dólares, mientras que en 2001 se quedaba en 12,2. Todo sin que haya caído el porcentaje de asientos ocupados.

Entonces, ¿por qué los críticos son tan pesimistas sobre la evolución del teatro, y en concreto del teatro musical? Advertía recientemente John Kenrick, cuya página web www.musicals101.com es toda una referencia: "Me rompe el corazón, pero el músical clásico está muerto. Podemos volver a poner en escena las mejores producciones de otra época, pero ya no hay cabida para nuevos musicales exitosos que se inscriban en la tradición".

La entrada de las grandes corporaciones en Broadway ha ayudado a sepultar el talento en beneficio del marketing y del entretenimiento sin más.

Los años noventa vieron la entrada en la industria de Disney, que primero con La Bella y la Bestia y después con El Rey León, cambió la cara del negocio, casi tanto como antes lo había hecho ese lastre que fue y sigue siendo Andrew Lloyd Webber, creador de producciones como El fantasma de la ópera o Evita, que tan mal han envejecido.

Ejercicio de marketing

Para El Rey León, Disney entró en Broadway haciendo todo el ruido que pudo: compró el teatro New Amsterdam, lo restauró, construyó una tienda de merchandising en la zona anexa y planeó un hotel ultramoderno en el mismo bloque, todo con un coste de 12 millones de dólares.

Nadie recuerda ni recordará al compositor y al letrista de la obra, mucho menos a los intérpretes, por no hablar del director. Disney convirtió al propio show en la estrella, e incluso en un año en que competía con el majestuoso Ragtime, fue capaz de hacerse con el Tony al mejor musical. El aterrizaje de las corporaciones en el Broadway de los noventa metió las producciones en un engranaje de eficiencia sin alma que aún hoy dan sus frutos.

El Rey León, que en 1997 elevó el precio de las entradas a 80 dólares, todavía recauda cada semana más de un millón. En suma, un negocio más que redondo.

Esta despersonalización, que tiene su origen más inmediato en los megamusicales británicos de los 70, se ha gestado en paralelo a la pérdida de importancia en las producciones de los libretistas, lo que sería el guionista cinematográfico.

Hoy, el director controla todo el proyecto, que tiene que funcionar como sea porque se ha invertido mucho dinero en él. ¿Alguien se imagina al director cambiando el libro a los Gershwin o a Rodgers y Hammerstein? "El teatro musical perdió su magia el día en que los productores sustituyeron a los escritores como los principales responsables en la creación del producto", explica Mark N. Grant en su espléndido The Rise and Fall of the Broadway Musical (Northeastern University Press, 2004).

Efectismo

Presionados por esa necesidad de vender, más que buscar una historia integrada, coherente, en la que las canciones ayuden a que la intriga avance, muchos directores y proyectos han caído en un efectismo tecnológico sin sentido, en el que la puesta en escena supera la narración. ¿Dónde quedaron la sugerencia, la imaginación, hasta la ingenuidad, características inherentes a la fantasía del teatro?

Afortunadamente, siempre quedan reductos en los que el dinero deja aire a la creación, o hasta la apoya. Por ejemplo, siempre nos queda Stephen Sondheim, un genio absoluto del siglo XX.

Las reposiciones de sus obras, como la más reciente de Sunday in the Park with George, todavía en cartel en Londres, o la de Assasins de hace apenas tres años, constituyen todo un acontecimiento. También hay hitos puntuales, como ese arranque de genio más complaciente de lo que parece que es Avenue Q.


¿Cabe recurrir al off-Broadway, que acoge aquellos recintos de 300 butacas o menos fuera del distrito de Times Square? Por desgracia, hace ya décadas que el off-Broadway, otrora centro del riesgo creativo, es también big business y, por tanto, convencional en las mayoría de las veces.

Para muchos hay un antes y un después del micrófono en el teatro musical. Sin llegar tan lejos, no cabe duda de que la época en que la legendaria Ethel Merman podía con su voz desnuda inundar un teatro ha pasado ya. Entretanto, habrá que rastrear la excelencia en las apariciones puntuales de Marin Mazzie o los discos de Brian Stokes Mitchell, por ejemplo.

Y siempre atentos, porque en un escenario quien entra como debutante puede salir como estrell
a. Como decía la propia Merman, no hay dos palabras más bellas en la lengua inglesa que musical comedy.

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