
En las entrañas de la ciudad, donde las calles se levantan como un quejido negro como el asfalto que atraviesa la vida urbanita, siempre hay historias que se ocultan en la penumbra, aguardando su momento de gloria o su olvido eterno. Historias de mujeres como Maruja Ruiz Martos, que no ocupan una estatua en una plaza, pero que han moldeado la vida de quienes las rodearon. Las suyas son gestas que se apilan en el rincón de lo anecdótico, pero que, en los días más oscuros, se convierten en pilares del mundo que hoy creemos normal. Si El 47, triunfadora de los últimos Premios Goya, cuenta la historia de un conductor que secuestró un autobús para exigir transporte público en su barrio, Maruja Ruiz Martos fue la precursora, la chispa anterior que encendió una revolución vecinal en los barrios olvidados de Barcelona.
La historia de Maruja comienza en las colinas de Nou Barris, una periferia que en los años setenta no era más que un amasijo de calles polvorientas y barracas precarias. Allí, donde las colinas abrazan la desesperación, la vida era una lucha diaria: el agua escaseaba, los transportes eran un lujo que no llegaba y los sueños de prosperidad quedaban atrapados en los márgenes de la ciudad. Fue en ese escenario de privaciones donde Maruja, junto a un grupo de vecinos, decidió plantar cara a la indiferencia.

Una de las escenas de la película 'El 47'.
En 1976, los habitantes del barrio de la Prosperitat estaban hartos de andar largas distancias bajo el sol abrasador o el frío inclemente para tomar un autobús que los conectara con el centro de la ciudad. El Ayuntamiento les decía que el transporte hasta la cima del barrio era imposible: que si las pendientes, que si los amortiguadores, que si el presupuesto. Los problemas eran eternos y las excusas, infinitas. Maruja, desde la Asociación de Vecinos, estaba convencida de que aquello no era más que pereza institucional. Fue ella quien propuso algo que en la época sonó como un acto de rebeldía quijotesca: "Secuestremos un autobús".
El autobús elegido fue el número 12. Convencer a los vecinos no fue tarea fácil. En una sociedad acostumbrada a bajar la cabeza, alzar la voz era ya un acto de insurrección. Pero Maruja, con la tenacidad que solo tienen quienes han soportado todas las carencias, logró sumar a 50 personas. Una mañana cualquiera, subieron al autobús, lo desviaron de su ruta habitual y lo llevaron hasta lo más alto del barrio. El vehículo llegó sin problemas. El motor, los amortiguadores y las pendientes no dijeron nada. En aquel instante, quedó claro que no era la ingeniería lo que fallaba, sino la voluntad política.

La acción fue tan efectiva que, poco después, Maruja lideró el secuestro de un segundo autobús, esta vez el número 11. La lucha no era solo por transporte público: era por viviendas dignas, por un aire más limpio, por un barrio que no fuera un vertedero de promesas incumplidas. Con el autobús secuestrado, llegaron hasta el Ayuntamiento de Barcelona, donde exigieron soluciones. Las autoridades reaccionaron con lo único que sabían en aquella época: represión. Maruja y varios compañeros pasaron días detenidos en la infame comisaría de Vía Laietana, símbolo del poder opresor franquista. Pero ni las amenazas ni las humillaciones quebraron su espíritu. Poco después, los vecinos consiguieron las viviendas que tanto necesitaban.
Mientras el nombre de Manolo Vital, el conductor que inspiró El 47 (Eduard Fernández), se convertía en el símbolo de una lucha vecinal convertida en película, la historia de Maruja Ruiz Martos permanecía enterrada bajo las losas del olvido. Y, sin embargo, Maruja seguía ahí, luchando en la sombra. Formó parte de todas las reivindicaciones vecinales de Nou Barris: desde el encierro en Motor Ibérica por los despidos masivos, hasta las protestas contra una planta de asfalto que intoxicaba el aire del barrio. Para ella, la lucha no era un momento, sino una forma de vida. "Los valores están por encima de la economía", repetía a quienes la escuchaban, ya fuera en una asamblea o en un instituto donde iba a relatar su historia a los jóvenes.

En 2011, cuando el Ayuntamiento de Barcelona, bajo el mandato de Xavier Trias, le concedió la Medalla de Honor de la Ciudad, Maruja hizo algo que pocos se habrían atrevido a hacer. Durante la ceremonia, se levantó y rechazó el premio. "No puedo aceptar esta medalla de un gobierno que está recortando todo aquello por lo que yo he luchado", dijo antes de abandonar la sala. Su gesto fue un recordatorio de que las medallas son un reflejo vacío si no están acompañadas de justicia.
La ironía quiso que, en el secuestro del autobús 47 en Torre Baró, Maruja también estuviera presente. Allí, en el día en que Manolo Vital se convirtió en un héroe vecinal, Maruja era una más entre los vecinos que exigían lo que les correspondía. Su papel no fue el protagonista, pero su sombra estaba allí, como el eco de todas las batallas que había librado antes.
Hoy, Maruja Ruiz Martos sigue viviendo en Nou Barris. Su cabello es blanco, pero sus ojos conservan el brillo de quien ha visto el mundo cambiar gracias a su lucha. Las calles que antes eran de polvo son ahora de asfalto, y los autobuses suben a las colinas sin esfuerzo. Pero el recuerdo de Maruja sigue vivo en cada esquina de la Prosperitat, como un faro que nos recuerda que las revoluciones no siempre llevan nombres rimbombantes. A veces, son mujeres anónimas quienes mueven el mundo. Y, a veces, esas mujeres no aceptan medallas.