El derecho de huelga de jueces y magistrados es, cuando menos, vidrioso. La Constitución no se la prohíbe pero el art. 127 CE les impide pertenecer a partidos o sindicatos y restringe el sistema y las modalidades de asociación profesional, que deberán acomodarse a una ley 'ad hoc'.
Parecería, pues, que la prohibición del ejercicio sindical supone cierto veto a utilizar las armas de presión sindical.
Pero ésta no es realmente la cuestión: los jueces son titulares del Poder Judicial, uno de los tres poderes del Estado, y resultaría pintoresco y hasta surrealista que ese poder se levantara en huelga contra su empleador, que es el propio Estado.
El debate sobre el derecho de huelga de los jueces, que sí tienen y ejercen los jueces franceses e italianos por ejemplo, va por otro camino: el del prestigio y la dignidad. La función judicial no es compatible con la marrullería ni con el griterío. Y es muy curioso que el afán huelguista de sus señorías, que han soportado con admirable sobriedad la falta de medios materiales y humanos durante décadas, haya brotado tras el escandaloso corporativismo del 'caso Mari Luz', criticado con razón por el Gobierno y por buena parte de la opinión pública.
Si los jueces tienen quejas sobre la atención que les presta el Estado, y algunas de ellas están muy fundadas, exhíbanlas mediante la palabra con firmeza y determinación pero no saquen los pies del tiesto. De otro modo, difícilmente podrán reclamar el respeto profesional que con frecuencia les es negado últimamente.