
El nacionalismo es siempre retórico, ostentoso, porque vive de sentimientos y protocolos, de banderas y símbolos, más que de ideas y razones. Por esto, Artur Mas se dispone a escenificar este sábado, el hermoso marco del Palau de la Generalitat, la insurrección política frente al Estado opresor. En presencia de representantes de las fuerzas vivas del independentismo -en algún caso, asociaciones radicales de dudoso pelaje-, rubricará la ley de Consultas Populares no Referendarias, coartada jurídica para poder convocar un referéndum, y acto seguido el decreto de convocatoria del plebiscito del 9 de noviembre. Lo hará a sabiendas de que comete un acto que es y que será declarado ilegal -¿prevaricación?- que el Tribunal Constitucional, sin el menor esfuerzo hermenéutico, se ocupará de poner en evidencia.
A continuación, se pondrá en marcha con fervor entusiástico la efímera campaña que habrá de cesar en el momento en que el Constitucional admita a trámite los recursos del Gobierno contra tales decisiones irredentistas. En cualquier caso, la retórica se desbordará con énfasis especial, para que resulte si cabe más llamativa la proscripción que llevarán a cabo los representantes legítimos del Estado de Derecho.
El Gobierno, por su parte, hará lo que debe: remitirá al Consejo de Estado las normas controvertidas y el lunes se celebrará el consejo de ministros que acordará el recurso de inconstitucionalidad, que será interpuesto seguramente ese mismo día. La vicepresidenta del Gobierno no quiso hablar ayer de los plazos que impondrá el TC a sus decisiones pero sí quiso dejar claro que la impugnación planteada por el Gobierno surte efectos automáticos y no es por tanto discrecional del Tribunal: el artículo 161.2 de la Constitución dice textualmente que "la impugnación producirá la suspensión de la disposición o resolución recurrida, pero el Tribunal, en su caso, deberá ratificarla o levantarla en un plazo no superior en cinco meses".
La incógnita estriba en qué pasará políticamente el día después, cuando el espejismo de la consulta se pierda por el sumidero de la historia. La tentación de la insumisión, de la insubordinación a la ley, se mantiene en ERC, uno de cuyos portavoces declaba este jueves que "si alguien se cree que se puede conseguir la independencia de Cataluña sin pasar por encima del Tribunal Constitucional, es que en realidad no la desea".
La suspensión de la convocatoria por el Constitucional debe suponer la paralización por las administraciones públicas de los actos preparatorios del referéndum, so pena de incurrir en un posible delito de desobediencia. Algunos han recordado, con alguna nostalgia, que en 2003, con Aznar en La Moncloa y para hacer frente al desafío del entonces lehendakari Ibarretxe, se introdujo en el Código Penal el delito de convocatoria de un referéndum ilegal, castigado con hasta cinco años de cárcel, que fue suprimido en 2005, pocos meses después de la llegada de Zapatero a la Presidencia del Gobierno. No era necesario crear tipos singulares de delito: basta con el codigo penal ordinario para reprimir los atentados contra la legalidad constitucional.
Si Mas actúa con lógica democrática, deberá dimitir tras su estrepitoso fracaso, al haber intentado sin éxito conducir a la sociedad catalana hacia un terreno impracticable, el del referéndum de autodeterminación, para ejercer un pretendido derecho que nadie reconoce (como es sabido, el derecho de autodeterminación, según los grandes tratados internacionales, sólo se contempla en situaciones de dominación colonial). Y si esta dimisión se produce, lo natural a continuación sería que CiU aupase a la presidencia de la Generalitat a un moderado, dispuesto a pactar con las fuerzas estatales una solución negociada. En este caso, la estabilidad del nuevo gobierno podría conseguirse mediante un pacto de CiU con el PSC.
En cualquier caso, es altamente improbable que CiU, en horas muy bajas por el sorpasso de ERC y por el tremendo fiasco protagonizado por Jordi Pujol, quien ayer se hundía en el cieno de una ejecutoria indefendible ante la indignación de toda la cámara catalana, opte por unas elecciones anticipadas, que le arrebatarían el poder y la reducirían a su mínima expresión. En estas circunstancias, las llamadas elecciones plebiscitarias se alejan, si acaso, al término de la legislatura, lo que las vuelve improbables porque para entonces el problema catalán debería haber entrado ya en los carriles de una amplia y generosa solución.