España

Análisis | Nuevo rey, nueva época

Don Juan Carlos y el rey Felipe Vi. Imagen: EFE

El reinado de Juan Carlos I ha cerrado un ciclo casi biológico, aliado de su propia historia: quien impulsó en su juventud la puesta en pie de este régimen democrático, partiendo de las cenizas de la dictadura e inspirando un modelo de convivencia que ha sido fecundo y creativo, se eclipsa cuando también aquel sistema político ha comenzado a declinar.

En efecto, la gran crisis económica, que ha coincidido con una gran crisis institucional ?algún día habrá que analizar las precedencias, cuál de las dos ha sido primero-, nos ha postrado, en medio de un desazonante panorama de empobrecimiento y desempleo, descrédito del sistema y fuertes tensiones centrífugas que amenazan la unidad del Estado. Y esta decadencia ha coincidido con la abdicación del Rey, quien, juiciosamente, ha creído que, como en 1975, es preciso iniciar un ciclo impetuoso de creatividad que requiere energía joven y entusiasmo casi virginal. Quienes han decaído hasta aquí no son los más indicados para sacarnos del atolladero. Y él se va para encabezar la renovación.

Es evidente que las condiciones no son hoy las mismas que hace cuarenta años. Si entonces había que partir de cero y que improvisar un sistema democrático sin tradición ni antecedentes, hoy puede asegurarse que el modelo constitucional es indiscutiblemente aprovechable. Sus cimientos son sólidos y apenas hay que proceder a una remodelación que, en muchos casos ?como al replantear la cuestión territorial-, ha de consistir en una vuelta a los orígenes (en el espíritu de la Carta Magna no está el café para todos). Los fundamentos de la democracia son, en definitiva, irreprochables, pero es preciso reconsiderar el gran pacto fundacional porque manifiestamente no sirve hoy para dar acomodo a todos ni para preservar el modelo de las agresiones de los desaprensivos.

La renovación generacional que encarna el nuevo Rey es en sí misma una invitación a esta gran reforma que, sin demoler lo anterior, tampoco puede quedarse en mero maquillaje. Y la clase política, empezando por la que milita en las grandes formaciones centrales del sistema, tiene que aceptar este reto, ante la evidencia de que la nave del Estado está haciendo agua por varios flancos: el de la cohesión territorial, con amenaza clara de secesión de un territorio vital; el de la decencia y la moral pública, vulneradas estrepitosamente en los últimos años; y el de la eficiencia, que ha quedado en ridículo al sobrevenir una crisis que, en gran medida, es consecuencia de los errores propios, de la impericia de los sucesivos gobiernos.

El nuevo Rey -ya se ha dicho reiteradamente pero no es un simple tópico- llega con un admirable bagaje en su haber. Se ha preparado minuciosamente para ejecutar la tarea que le aguarda y, lo que es más importante, ha demostrado discernimiento bastante para calibrar los problemas e impulsar con su influencia las diversas soluciones. Como es natural, el monarca constitucional no tiene poder, pero sí ha de ser el hombre más influyente del reino. Y ello habría de bastar para que la convocatoria regia suponga un desafío político al que deben responder quienes sí tienen el poder y la responsabilidad.

Se ha escrito estos días pasados, con gran acierto, que no hay un problema catalán primigenio sino un problema español -de ineficiencia, de inadaptación, de pusilanimidad, de falta de visión de futuro- que ha engendrado el problema catalán. Y por lo tanto, si se recompone la idea cabal de España, la del agregado de pueblos y familias capaces de convivir en paz en su diversidad, se resolverán también las amenazas de ruptura. En esta tarea, la función simbólica de la Corona, atenta específicamente a preservar la unidad sin rechazar la diversidad, puede desempeñar un papel esencial. Un papel que debe ejercitarse desde el primer momento porque, en contra de lo que a veces parece, el tiempo apremia: la desafección de Cataluña está a un paso de ser irreversible, y en todo caso hay que actuar deprisa para que no crezca ni se extienda la acritud.

Pasen, pues, cuanto antes los fastos de estos días brillantes en que la democracia cumple sus propios ritos y pónganse todos a trabajar para que quede de manifiesto que el Estado, amenazado de mutilación, es capaz de sobrevivirse a sí mismo.

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