
La libertad sindical es uno de los pilares de la democracia política, y así lo reconoce nuestra Constitución en el artículo 7 de su título preliminar. La representación de los intereses de los trabajadores en el proceso económico constituye sin duda un elemento esencial del equilibrio social. Pero esta función eminente de tales organizaciones no les otorga relevancia política ni debe impedir que se adapten a la realidad circundante.
El anuncio de una huelga general para el día 29, en protesta contra las medidas adoptadas para combatir la grave crisis económica en que todavía estamos sumidos, ha puesto descarnadamente sobre la mesa varias cuestiones relativas al papel de los sindicatos en nuestras sociedades.
O, mejor dicho, en aquellas sociedades en que los sindicatos aún conservan cierto ascendiente sobre la política (no es el caso, por ejemplo, de los países anglosajones). Porque esta medida de fuerza, de dudosa legitimidad democrática, es interpretada por una parte sustancial de la opinión pública como una acción más encaminada a conservar el peso político de las organizaciones obreras que a defender el interés general.
La huelga general, un anacronismo
De hecho, muchos pensamos que esta actitud airada pretende ser un freno a la modernización del país. Durante varios lustros, hemos podido obviarla porque el sector construcción tiraba artificialmente de la economía; a partir de ahora, no conseguiremos recuperar la senda del crecimiento sin incrementar muy significativamente nuestra productividad.
Los sindicatos fueron en sus orígenes correa de transmisión de los partidos de masas, y de ahí la antigua familiaridad entre PSOE y UGT, de un lado, y entre PCE y CCOO, de otro. Hoy, este planteamiento ya no tiene sentido, como tampoco es actual la lucha de clases del marxismo.
De ahí que en una democracia moderna, las decisiones políticas residan en el Parlamento y los entes sociales, simples grupos de presión, hayan de limitar su influencia a la que corresponde a las opiniones confluyentes en el debate general. Por ello la huelga general, una institución política que pretende alterar los rumbos acordados parlamentariamente por la soberanía popular, sea como mínimo un anacronismo.
Un discurso paupérrimo y retrógrado
Todo esto está sin duda en la mente de la ciudadanía, que aunque anonadada por los sacrificios que impone la crisis, es perfectamente consciente de su necesidad porque hemos vivido el espejismo de una irreal opulencia y ahora se impone poner de nuevo los pies en el suelo. Y atribuye la rebelión sindical a una defensa cerrada de unos intereses inflexibles que olvidan que el 20% de los trabajadores de este país está en paro. No cabe, pues, esperar demasiado apoyo a la movilización, ni aunque se adopten las habituales medidas disuasorias y coactivas.
Lo grave del caso es que, cuando la mayoría del país está ya convencida de que el futuro pasa por la realización de reformas que nos permitan avanzar al paso europeo, los sindicatos se han anclado a un discurso paupérrimo y retrógrado que actúa como freno y no como estímulo al cambio, a la evolución, a la productividad, a la competitividad y a la eficiencia.
Este descuelgue de los grandes vectores de nuestro desarrollo puede suponer la decadencia definitiva de unos sindicatos que no están a la altura de los retos que tenemos planteados.