España

El zarpazo del terrorismo islamista

Seis años después, los atentados del 11-M no se han mitigado aún en la memoria colectiva. El horror de aquellos brutales zarpazos, que nos traía hasta la puerta de nuestras casas aquel horrísono suceso distante de las Torres Gemelas, sigue gravitando en nuestros corazones y continúa marcando un camino hacia el futuro mucho más angosto que el que se abría ante nosotros antes del fin de la inocencia.

Nosotros, los españoles, habíamos convivido décadas con el terror de ETA. Aquélla era una agresión también brutal, inconcebible en un país que venía de recuperar la democracia después de largas oscuridades, sorprendente y, en muchos sentidos, completamente irracional. Pero la brutalidad de ETA se había vuelto manejable puesto que distribuía dosis de indignación y de ira ya recurrentes y conocidas.

Pero en aquel 11-M, las proporciones se distorsionaron. El odio que debió engendrar aquella colosal matanza indiscriminada, lanzada al azar, era de tal magnitud que no había modo de asimilarlo. Fue como si la madre tierra hubiera enloquecido y, en lugar de acoger a sus criaturas, se hubiera hecho toda ella una sima insondable.

Masacre desbordada

Pronto la propia intuición de los espectadores nos persuadió de que aquella masacre desbordaba la malignidad de la propia ETA y reclamaba paternidades aún más atroces. La obstinada pretensión de que, contra toda evidencia, la autoría correspondía al terrorismo vasco se hundió por su propio peso en cuestión de horas.

Se fue viendo en fin que el estallido compendiaba odios de raza y de civilización que hasta poco atrás no habían sido siquiera detectados. Y del drama obtuvimos pronto la conclusión, que fue también global, de que el mundo debía armarse contra nuevos peligros que amenazaban sus más firmes basamentos.

La globalización, concepto emergente que se asomaba con perfiles prometedores, se volvió amenazante y nos obligó a renunciar de urgencia y voluntariamente a determinadas parcelas de libertad para conquistar mayores cuotas de seguridad. Y aquí, en nuestro país -y este fue el único saldo positivo de la gran desgracia- la violencia terrorista, con la que habíamos convivido décadas, se volvió definitivamente insoportable.

Europa bajo lupa

La sola comparación de los etarras con los fanáticos asesinos del 11-M desacreditaba psicológicamente hasta extremos inauditos a la banda terrorista vascoespañola. En cierto modo, el 11-M fue también el final inexorable del último terrorismo de baja intensidad que padecía Europa. El activismo de ultraizquierda y ultranacionalista perdía, en fin, los últimos residuos de prestigio que aún le quedaban, como subproducto del agostado espíritu revolucionario de la guerra fría.

En definitiva, el terrorismo internacional fue -ahora ya puede efectuarse el diagnóstico con algún fundamento- una patología provocada por el choque de civilizaciones. La incompatibilidad entre Occidente, con su avanzado modo de vida racionalista y laico, y los diversos orientes todavía místicos, ideologizados, fanatizados, absortos en sí mismos, provocó una especie de choque tectónico de placas continentales, de culturas irreconciliables y antagónicas.

Poco a poco, tras algunas respuestas alocadas -Irak-, el mundo va recuperando la estabilidad perdida. Lentamente, y en un clima de creciente relativismo, estamos aprendiendo a gestionar pacíficamente la diversidad. Las experiencias del 11-S, del 11-M, de las demás matanzas, actúan preventivamente y nos impulsan hacia una gran prudencia. Pero avanzamos, y ni siquiera la recesión gravísima -on sus secuelas de miseria e irritación- ha interrumpido el trayecto hacia nuevos modos de coexistencia, de conciliación, de seguridad.

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