
Con 132 habitaciones, seis pisos, 35 cuartos de baño, 412 puertas y tres ascensores, la Casa Blanca era una mansión de ejecutivos para un hombre que nunca había sido un ejecutivo, un emplazamiento con aspecto de fortaleza para una primera dama que siempre se había enorgullecido de abandonar entornos de élite -Princeton, Harvard- para regresar al sur de Chicago.
El mármol y la casa adornada con lámparas de araña también subrayaban el contraste entre el esplendor de las nuevas vidas de los Obama y el creciente temor económico vivido por el resto del país. Parte de la misma idea de los Estados Unidos era que su líder debía ser un ciudadano normal; George Washington, quien supervisó los planos de la Casa Blanca, quiso precisamente que ésta pareciese una casa, no un palacio europeo. Sin embargo, al cabo de 23 décadas, la mayoría de las monarquías europeas han desaparecido, mientras que los Obama comienzan una nueva vida que en muchos aspectos parece propia de regentes del siglo XIX.
La tecnología, limitada
La casa era magnífica, pero anticuada y excéntrica. El teléfono fijo de la residencia sólo sonaba en una habitación y si daba la casualidad de que Michelle se encontraba en otro cuarto se perdía la llamada. El florista, el chef y el conservador de la Casa Blanca necesitaban consultar regularmente con la primera dama, pero una década después de que la mayoría de los americanos utilizaran direcciones de correo electrónicos para trabajar, ellos todavía no lo hacían. Las conexiones a Internet en la Casa Blanca eran viejas y propensas a fallar. Vivir allí también resultaba caro. La familia presidencial no paga alquiler, el entretenimiento oficial estaba cubierto por los fondos gubernamentales y el Comité Nacional Demócrata patrocinaba los actos políticos. Pero ellos pagaban su propia comida y su entretenimiento personal, y debido a la larga nómina de personal empleado, los precios estaban a niveles del Ritz-Carlton.
Un precepto del hogar de los Obama era que Barack no era un mandamás sino un miembro como otro más de la familia. Como Michelle dijo incontables veces durante la campaña, no estaba excusado de recoger sus calcetines sucios del suelo. Pero las cosas no funcionaban de esta manera en la Casa Blanca, donde el presidente recibió un nivel de servicio diferente de cualquier otra persona, incluidos los miembros de su propia familia. Ayudas de cámara militares se encargaban de su guardarropa, lavaban su vestuario, hacían su equipaje y ordenaban su vestidor. Pero no tocaban las cosas de la primera dama ni las de las niñas.
Obama cumplía una regla inusual para un presidente: se negó a faltar a más de dos cenas por semana con su familia. En la Casa Blanca quería dar a su mujer finalmente lo que nunca habían tenido: una vida familiar como en la que ella había crecido, con todo el mundo reunido cada noche. Pero la decisión tuvo su precio, aumentando el aislamiento de la presidencia.
Aunque Obama era relativamente nuevo en Washington, no iba a pasar sus noches conociendo allí a gente; la Casa Blanca declinó virtualmente cada cena o invitación de gala que recibió el presidente. En casa los Obama nunca fueron anfitriones de actos políticos y sólo unos pocos de los ayudas de cámara del presidente han visto alguna vez los aposentos privados.
A veces los Obama se vestían de etiqueta después de cenar y regresaban abajo para una recepción. Pero los ayudantes temían llamar al presidente para que volviera al Despacho Oval a despachar emergencias, porque él claramente prefería estar arriba. Las crisis que se produjesen a las 20.30 o 21 horas eran menos incómodas que aquellas que lo hacían las 18.30 o 19 horas, decían, ya que por lo menos no le obligaban a ausentarse de la cena con las niñas.
Prisionero en su propia casa
La preocupación por la seguridad hacía muy difíciles las excursiones del presidente, que era prácticamente un prisionero. La primera dama podía de vez en cuando escaparse a algún restaurante.
Para el otoño de 2009, la naciente sensación de impotencia política del presidente y la de impotencia personal de la primera dama no estaban separadas del todo. Los temores acerca de la seguridad, la falta de libertad personal eran tolerables para los Obama a cambio de lo que querían conseguir. Pero cuando el país se enfrentó a apuros económicos y él luchó por pasar la reforma de la asistencia sanitaria, e incluso fue criticado por dar un rutinario discurso de "vuelta al cole", los acontecimientos políticos cuestionario el proyecto Obama en general: si la reforma de la asistencia sanitaria no estaba avanzando, si el Presidente ni siquiera podía decirles a los colegiales que hicieran sus deberes, si los republicanos eran capaces de bloquearlos a cada paso, entonces, ¿por qué estaban viviendo una vida cómo esta?
Los Obama llevaron una vida social que estaba restringida al extremo. Cualquier familia presidencial estuvo aislada por definición, pero esto era algo diferente, algo más parecido a un exilio autoimpuesto.
Una 'burbuja' aparte
Si a veces se dice que la presidencia es como una burbuja, cerrada herméticamente y aislada del resto de la sociedad, los Obama y sus amigos más cercanos crearon una burbuja incluso más pequeña dentro de esa burbuja, un mundo íntimo alternativo en el que el presidente y la primera dama podían contar con una comprensión total, una simpatía constante y un amor incondicional.
Alrededor de sus amigos de Chicago, la pareja presidencial tenía una extraordinaria habilidad para alejarse de la presidencia. De hecho, los Obama querían que desapareciera, afirmaron sus amigos. Realmente no importaba demasiado lo que estaba ocurriendo en las noticias o en la Administración. Este era su momento de escapar y de ser más desordenado, divertido, osado, más franco y en general ser más ellos mismos de lo que eran en público.
El papel de la primera dama
En abril de 2009, los Obama hicieron su primer viaje oficial al extranjero, a la cumbre del G-20 celebrada en Londres. Poco después de una comida con las esposas de los líderes mundiales, Michelle Obama se escabulló del grupo. Había participado diligentemente en el programa organizado por Sarah Brown, pero éste era su viaje inaugural al extranjero e hizo una parada independiente.
Para cualquiera que leyera los periódicos o viera la televisión, los primeros meses de la primera dama parecían triunfales. Sin embargo, según algunos asesores, estaba viviendo un momento difícil con su nuevo papel.
Había tenido sus reservas acerca de que su marido se presentara como candidato a la presidencia e incluso consideró permanecer en Chicago tras su elección hasta que las niñas hubieran terminado el curso escolar. Ahora había renunciado a una vida que había estado construyendo durante mucho tiempo. Estaba especialmente descontenta con el papel que jugaba en la Administración. Se sentía ignorada por los asesores de su marido y atrapada en una posición sin unos objetivos claros.